Por; Jesús Hoyos Hernández//Nacional//Análisis//Política//Opinión//Relatos//
Anécdota del general
Álvaro Obregón con un bolerito llamado Manuel apodado el greñas.
Álvaro Obregón apodado el manco de Celaya, debido a que en una de las batallas perdio un brazo, fue sin duda el gran traidor a la revolución, traicionó sus ideales los principios de la revolución. Fuera de eso y de muchos revolucionarios se cuentan infinidad de anécdotas y leyendas. En una mas del general Álvaro Obregón fue una figura hasta cierto punto familiar en
Guaymas, allá por los años veinte del siglo XIX. El general con frecuencia visitaba al puerto para
saludar a sus amigos y compadres, y para participar en tardeadas y saraos que
se organizaban en su honor. De hecho, pocos días antes de caer inmolado en “La Bombilla ”, asistió a un
banquete que se sirvió para él, ya presidente reelecto, en un kiosko que
existía en Bacochibampo.
En
una de aquellas ocasiones, el invicto “Manco de Celaya” caminaba solitario por
la plaza “13 de Julio” extasiado por el canto de los pájaros y el olor de las
miles de florecitas de estación, que con gran cariño y esmero sembraba y
cuidaba el “placero” don Alfredo Peralta. Los niños que se dirigían a la
escuela, veían con mezcla de admiración, respeto y temor, a aquel güero quemado
por el sol de grandes bigotes entrecanos, sabiendo que era el meritito vencedor
de Pancho Villa… el mero Hombre Fuerte de México. (Álvaro Obregón y Francisco Villa)
Entonces,
Obregón aceptó la invitación que le hizo un “bolerito” para asearse el calzado,
sentándose en una de las viejas bancas de fierro fundido y tiras de madera
pintadas de verde del histórico parque. Pronto ambos platicaban entusiastamente,
más el niño, mugroso y descalzo, pues don Álvaro sólo lo interrogaba de vez en
cuando, para provocar su plática y deleitarse escuchando sus respuestas vivas e
inteligentes.
Así
supo que el bolero se llamaba Manuel, que a la muerte de su padre tuvo que convertirse
prematuramente en hombre para sostener a su pobre madre y dos hermanos menores,
con el escaso dinero que ganaba aseando calzado en la vía pública.
Primero
fue otro bolero largo, seco y moreno como vara prieta, quien interrumpió el
palique, golpeando de pasada en la cabeza a Manuelito, mientras le decía
— ¡No se te vaya a
olvidar, “Greñas”!
El niño casi entre dientes
le repuso
–¡Ni a tí tampoco,
“Setagüi”!
Luego fue otro
limpia-botas chaparrito y gordo, vestido casi con harapos, quien al pasar le recomendó
a Manuel:
— ¡No se te vaya olvidar,
“Greñas”!
— ¡Ni a tí tampoco,
“Uvari”, repuso el chico.
Muy lentamente continuaba
su trabajo Manuelito, interrunpido ahora por las preguntas del general y luego
por nuevas recomendaciones de otros colegas boleros que al pasar le espetaban:
— ¡No se te vaya olvidar,
“Greñas”!
Para todas las cuales,
siempre tuvo la misma respuesta:
— ¡Ni a tí tampoco…
“Rengo”, “Sapo”, “Mocos”…!
Al fin, Obregón convencido
de la viveza del bolero, y conmovido por la dureza de su vida, la que
enfrentaba con decisión de hombre maduro, le comunicó:
— Mira Manuelito, tú eres
un chamaco muy inteligente, muy listo. Tu lugar está en una escuela. Estoy
seguro que con preparación llegarás a ser un hombre útil, un ciudadano valioso…
— Pues sí general, pera la
escuela no es para los pobres como yo -interrumpió-
— Ahora mismo voy a dar
instrucciones a las autoridades locales para que le fijen una pensión decorosa
a tu madre y así puedas asistir con desahogo a la escuela… ya verás como vas
aprender cosas interesantes… te voy a encargar con el profesor Dworak, y antes
de lo piensas serás abogado o médico.
En una pequeña agenda de
bolsillo, el general apuntó el nombre y la dirección de la viuda, datos que le
proporcionó el muchacho con los ojos húmedos por la emoción.
— Bueno, Manuelito, pero
ahora me vas a platicar del jueguito ese de no se te vaya olvidar que traes con
tu palomilla, le interrogó don Álvaro.
— Este… es que… me da pena
contarle general…
— ¿Por qué pena…?
— ¡Es que es una leperada,
mi general!
— Anda…Anda… platícame que
al fin los dos somos hombres y yo me sé todas las leperadas del mundo -le
repuso Obregón con una risita pícara y bajando la voz, como invitándolo a la
confidencia-
— Bueno mi general… le voy
a decir porque usted lo ordena, pero… cuando… cuando me dicen no se te vaya
olvidar, me quieren decir, no se te vaya olvidar… no se te vaya olvidar ir a
chingar a tu madre… y… y… pos yo les respondo ni a tí tampoco, explicó
Manuelito, mientras guardaba trapos, cepillo y grasa con la cabeza gacha sobre
el cajoncito de madera, para eludir la mirada de su interlocutor.
La carcajada de Obregón,
alegre y sonora, voló a confundirse con el escandaloso canto de los chanates
que plagaban los viejos “yucatecos”.
— ¡Ah que chamacos
cabrones!, dijo mientras se ponía de pie, y le extendía al chico dos moneditas
de $2.50 oro nacional. Luego se despidió sin palabras, mesando el pelo sucio y
largo del bolerito, con su mano única.
El niño, sofocado por la
emoción, apretaba con fuerza aquella fortuna con su manecita sucia de grasa, y
en su alma, la promesa que le hizo, ni más ni menos que El Hombre Fuerte de
México.
— ¡General…! gritó de
pronto Manuelito con ansiedad, pensando en la prometida pensión para su madre…
Obregón se detuvo como a
unos veinte metros de distancia ya, y por toda respuesta volteó la cabeza…
— ¡General… no se le vaya
olvidar…!
El Jefe de los Ejércitos
Constitucionalistas, trémulo el bigote entrecano, repuso:
— ¡Ni a tí tampoco, jijo
de la rechingada!
Anécdota del general
Álvaro Obregón con un bolerito llamado Manuel apodado el greñas.
Álvaro Obregón apodado el manco de Celaya, debido a que en una de las batallas perdio un brazo, fue sin duda el gran traidor a la revolución, traicionó sus ideales los principios de la revolución. Fuera de eso y de muchos revolucionarios se cuentan infinidad de anécdotas y leyendas. En una mas del general Álvaro Obregón fue una figura hasta cierto punto familiar en
Guaymas, allá por los años veinte del siglo XIX. El general con frecuencia visitaba al puerto para
saludar a sus amigos y compadres, y para participar en tardeadas y saraos que
se organizaban en su honor. De hecho, pocos días antes de caer inmolado en “
En
una de aquellas ocasiones, el invicto “Manco de Celaya” caminaba solitario por
la plaza “13 de Julio” extasiado por el canto de los pájaros y el olor de las
miles de florecitas de estación, que con gran cariño y esmero sembraba y
cuidaba el “placero” don Alfredo Peralta. Los niños que se dirigían a la
escuela, veían con mezcla de admiración, respeto y temor, a aquel güero quemado
por el sol de grandes bigotes entrecanos, sabiendo que era el meritito vencedor
de Pancho Villa… el mero Hombre Fuerte de México. (Álvaro Obregón y Francisco Villa)
Entonces,
Obregón aceptó la invitación que le hizo un “bolerito” para asearse el calzado,
sentándose en una de las viejas bancas de fierro fundido y tiras de madera
pintadas de verde del histórico parque. Pronto ambos platicaban entusiastamente,
más el niño, mugroso y descalzo, pues don Álvaro sólo lo interrogaba de vez en
cuando, para provocar su plática y deleitarse escuchando sus respuestas vivas e
inteligentes.
Así
supo que el bolero se llamaba Manuel, que a la muerte de su padre tuvo que convertirse
prematuramente en hombre para sostener a su pobre madre y dos hermanos menores,
con el escaso dinero que ganaba aseando calzado en la vía pública.
Primero
fue otro bolero largo, seco y moreno como vara prieta, quien interrumpió el
palique, golpeando de pasada en la cabeza a Manuelito, mientras le decía
— ¡No se te vaya a
olvidar, “Greñas”!
El niño casi entre dientes
le repuso
–¡Ni a tí tampoco,
“Setagüi”!
Luego fue otro
limpia-botas chaparrito y gordo, vestido casi con harapos, quien al pasar le recomendó
a Manuel:
— ¡No se te vaya olvidar,
“Greñas”!
— ¡Ni a tí tampoco,
“Uvari”, repuso el chico.
Muy lentamente continuaba
su trabajo Manuelito, interrunpido ahora por las preguntas del general y luego
por nuevas recomendaciones de otros colegas boleros que al pasar le espetaban:
— ¡No se te vaya olvidar,
“Greñas”!
Para todas las cuales,
siempre tuvo la misma respuesta:
— ¡Ni a tí tampoco…
“Rengo”, “Sapo”, “Mocos”…!
Al fin, Obregón convencido
de la viveza del bolero, y conmovido por la dureza de su vida, la que
enfrentaba con decisión de hombre maduro, le comunicó:
— Mira Manuelito, tú eres
un chamaco muy inteligente, muy listo. Tu lugar está en una escuela. Estoy
seguro que con preparación llegarás a ser un hombre útil, un ciudadano valioso…
— Pues sí general, pera la
escuela no es para los pobres como yo -interrumpió-
— Ahora mismo voy a dar
instrucciones a las autoridades locales para que le fijen una pensión decorosa
a tu madre y así puedas asistir con desahogo a la escuela… ya verás como vas
aprender cosas interesantes… te voy a encargar con el profesor Dworak, y antes
de lo piensas serás abogado o médico.
En una pequeña agenda de
bolsillo, el general apuntó el nombre y la dirección de la viuda, datos que le
proporcionó el muchacho con los ojos húmedos por la emoción.
— Bueno, Manuelito, pero
ahora me vas a platicar del jueguito ese de no se te vaya olvidar que traes con
tu palomilla, le interrogó don Álvaro.
— Este… es que… me da pena
contarle general…
— ¿Por qué pena…?
— ¡Es que es una leperada,
mi general!
— Anda…Anda… platícame que
al fin los dos somos hombres y yo me sé todas las leperadas del mundo -le
repuso Obregón con una risita pícara y bajando la voz, como invitándolo a la
confidencia-
— Bueno mi general… le voy
a decir porque usted lo ordena, pero… cuando… cuando me dicen no se te vaya
olvidar, me quieren decir, no se te vaya olvidar… no se te vaya olvidar ir a
chingar a tu madre… y… y… pos yo les respondo ni a tí tampoco, explicó
Manuelito, mientras guardaba trapos, cepillo y grasa con la cabeza gacha sobre
el cajoncito de madera, para eludir la mirada de su interlocutor.
La carcajada de Obregón,
alegre y sonora, voló a confundirse con el escandaloso canto de los chanates
que plagaban los viejos “yucatecos”.
— ¡Ah que chamacos
cabrones!, dijo mientras se ponía de pie, y le extendía al chico dos moneditas
de $2.50 oro nacional. Luego se despidió sin palabras, mesando el pelo sucio y
largo del bolerito, con su mano única.
El niño, sofocado por la
emoción, apretaba con fuerza aquella fortuna con su manecita sucia de grasa, y
en su alma, la promesa que le hizo, ni más ni menos que El Hombre Fuerte de
México.
— ¡General…! gritó de
pronto Manuelito con ansiedad, pensando en la prometida pensión para su madre…
Obregón se detuvo como a
unos veinte metros de distancia ya, y por toda respuesta volteó la cabeza…
— ¡General… no se le vaya
olvidar…!
El Jefe de los Ejércitos
Constitucionalistas, trémulo el bigote entrecano, repuso:
— ¡Ni a tí tampoco, jijo
de la rechingada!


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