domingo, 30 de marzo de 2025

Las parteras en México, una labor de sabiduría y asistencia en la medicina tradicional.

 Las parteras son profesionales de la salud que atienden y asisten a las mujeres durante el embarazo, parte de la medicina tradicional de México.  




 

Las parteras en el antiguo México prehispánico

 

En las culturas mesoamericanas la labor de las parteras eran vistas como un ejercicio sagrado, como una labor comunitaria, la labor de las parteras prehispánicas era de respeto y sabiduría. Una labor divina eran las sacerdotisas de la fertilidad. El oficio de las parteras formó parte la cosmovisión de la civilización prehispánica, por tanto, su función cobró también una dimensión ritual y social. En ningún caso el nacimiento de un individuo era visto como un asunto aislado, por el contrario, era un acontecimiento que involucraba a toda la comunidad. De acuerdo a Fray Bernardino de Sahagún, las parteras eran personajes respetables que estaban evocadas a la adoración Chicomecóatl, diosa de la fertilidad humana y agrícola. El origen de la matronería es tan antiguo como la humanidad. No obstante, las distintas culturas han conservado una serie de conocimientos tradicionales vinculados al embarazo. Este es el caso de México, país en el que las parteras tienen una relación estrecha con el mundo indígena. El proceso de embarazo estaba indiferenciado del acto creativo de la madre tierra. Por lo tanto, los paralelismo entre la vida vegetal y el embarazo eran comunes. Los hijos eran vistos como plantas que se desgarraron de sus madres para florecer sobre el mundo. 

 

 


 

Según las fuentes, al saberse embarazadas, las mujeres hacían saber la noticia primeramente a sus padres, quienes organizaban una comida para hacerlo saber a la comunidad. En ese momento las parteras tenían una primera participación como consejeras espirituales y médicos. 

 


 

La vida y la muerte

 

Para nuestras culturas prehispánicas la vida y la muerte tenia estrecha relación la vida y la muerte en la cosmovisión prehispánica era un mismo camino, la mujer que podía dar vida era tratada como una guerrera, se enfrentaba a una terrible lucha. Cuando el momento del parto llegaba, la madre se transformaba en una guerrera, ya que se consideraba que libraba una lucha entre la vida y la muerte. El momento del parto era llamado «la hora de la muerte», donde se pensaba que la madre renacía del lugar de los muertos. El vientre de la madre era visto como la transformación de la putrefacción en vida, del mismo modo que lo hacía la diosa Tlazotéotl, quien devoraba la inmundicia para luego parir nuevos seres traídos del Mictlán.

 


 

El uso del temazcal ó temascal

 

El uso de temazcal ó temascal para uso terapéutico para el alumbramiento ó para los nacimientos, durante y después fue primordial,  en algunos casos el lugar de alumbramiento era en el temazcal, las parteras medicaban a las madres con distintas hierbas para acelerar el proceso de nacimiento. Para los nahuas, las mujeres que daban a luz y los niños recién nacidos eran como los vegetales que nacían y permanecían  en estado vegetal tiernos y crudos, pero con el uso del temazcal iban tomando su color natural es decir madurando. La asistencia al temazcal también tenía el significado un ritual divino de acceder a las entrañas mismas de la Madre Tierra. «Es una cueva, una barranca, lo que hay en nosotras (ca oztotl ca te/xxitl in totech ca)», eran palabras comunes que las mujeres utilizaban para emparentar el vientre femenino con la tierra.

Las parteras al igual que nuestras abuelas siguiendo la medicina tradicional podían curar de, espanto, de empacho, de la mollera, de lo chipil, cuando los niños se torcían etc.
 

Las parteras mexicanas en la actualidad

 

Por el año 2012 las parteras mexicanas lograron ser reconocidas como parte de la medicina tradicional de México, ya que en muchas partes de la república, todavía es una actividad altruista de conocimiento cultural de la medicina tradicional que se resiste a morir, a pesar que ahora el 90% de los nacimientos se realiza en hospitales y a pesar de toda su labor y lucha, esta actividad y las mujeres parteras han permanecido y son objeto de discriminación y rechazo por algunos  sectores de la sociedad. Principal mente por el sector salud y la medicina oficial que muchas veces no acepta los preceptos y procedimientos de la medicina tradicional. Su labor es esencial, pero muchas veces no es reconocida ni integrada en los sistemas de salud. Ante la necesidad de fortalecer el vínculo entre las parteras y el sector salud, desde un enfoque intercultural que respete sus saberes y garantice a las mujeres una atención digna y segura.

 


 

 Por nuestra parte un reconocimiento a las parteras de los pueblos originarios que sin ustedes nosotros no estaríamos aquí.   

 

 

Tzitzitlinii.


–¡Puja Tzitzitlini! ¡Puja! – dijo una mujer con el ceño fruncido y la frente llena de sudor. –¡Eso hago Tene! ¡Eso hago! Pero siento que la cabeza me estallará en cualquier momento – respondió la joven que se hallaba en plena labor de parto, tendida sobre el áspero manto de arpillera. –¡Puja, mi Florecita! ¡Ya casi lo logras! ¡Es tu primera semilla en este mundo! ¡Puja! –Ya ha transcurrido mucho tiempo Tene ¿Segura que todo está bien? Me estoy sintiendo mareada… Tene, ¿Qué está pasando? Ya casi no la veo. Un inesperado manto de sombras cubrió los ojos de la jovencita. En apenas un instante perdió la noción del tiempo y el espacio. Sus dolores antes insoportables, ahora le parecían ajenos y lejanos, como un sueño imposible de recordar. Las instrucciones de su vieja madre, alguna vez claras y sonoras, se habían convertido en un simple murmullo ahogado en la inmensidad. Y su cuerpo, que hace solo unos segundos ardía en fiebre y amenazaba con resquebrajarse, ahora solo flotaba sin rumbo en un enorme vacío donde la luz y la oscuridad, eran uno solo, un sitio en el que las lágrimas se volvían risas y las risas se volvían lágrimas. –¡Es un niño! – creyó oír a los lejos. Pero nada pudo responder porque flotaba sin rumbo y su boca, no le obedecía; aunque su mente le decía una cosa, su cuerpo hacía otra. Intentó tomar el control de la situación, pero nada pudo hacer. Agotada, cerró los ojos y se dejó llevar.

Cuando despertó, un afluente infinito de aguas cristalinas le rodeaba y ella, recostada sobre él, apenas y podía moverse, presa de un inusual estupor y una gigantesca sensación de sorpresa. Pronto la corriente la depositó en la costa. Cuando intentó ponerse en pie, descubrió que le fallaban las fuerzas, permaneció tendida en el suelo hasta que cuatro niños de piel ambarina y hermosos tocados de plumas y oro, la ayudaron a incorporarse. Caminó con ellos de la mano durante un largo rato sin saber a dónde se dirigía, pero sin miedo alguno de que fuera a sucederle algo malo. Finalmente, los chiquillos se detuvieron. Tzitzitlini miró en todas direcciones buscando la razón de tan súbita parada y la halló a su derecha o al menos, creyó haberlo hecho. Ahí, junto a un pequeño arroyo de agua color turquesa, un hombre de piel traslucida con tonos rojizos jugueteaba con un colibrí, ajeno por completo a ella o los pequeños que la habían conducido hasta ahí. Tras algunos instantes que parecieron durar demasiado, el hombre giró la mirada hacia donde ella se hallaba y dijo:

–¿Qué me han traído pequeños? ¿Acaso es otra guerrera? -Los chiquillos asintieron y desaparecieron tan pronto como dieron su escueta respuesta. –Ven– dijo el hombre dirigiéndose a Tzitzitlini – ven mi pequeña, supongo que tendrás algunas preguntas. – Sí, algunas – musitó la joven, entrelazando sus manos con fuerza y dando pequeños pasos llenos de timidez. –¿Sabes dónde estás? –No, no lo sé. –Esto es el Tonatiuhichan, el paraíso dentro del Otro Mundo. Solo aquellos que mueren en batalla logran alcanzar este punto con tal celeridad. Solo esos que ofrendaron su vida por el bien de los demás son dignos de vivir aquí, a mi lado. –Entonces me supongo que hay una equivocación

–declaró la jovencita– no soy una guerrera. Solo soy una madre primeriza que al parecer no lo hizo muy bien. –Dime, pequeña Tzitzi, ¿Acaso hay batalla más ardua que la de llevar a un nuevo ser al mundo terrenal? ¿Será que hay guerrero más fuerte que una madre que es capaz de dejarlo todo en aras de que su vástago nazca sano y salvo?

–Yo… no sé si una madre que ni siquiera pudo sobrevivir al parto deba ser tratada con tantas consideraciones. –Al contrario puntualizó aquel que parecía ser un dios una mujer que no tiene empacho en sacrificar su propia vida para que la de su semilla florezca, merece todas esas consideraciones y aún más… solo las verdaderas guerreras del Anáhuac merecen llegar aquí y tú lo has logrado…

Tzitzitlini rompió en llanto y se dejó caer sobre las rodillas en el suave pasto que cubría aquel mundo llamado Tonatiuhichan. Algunos colibríes la rodearon, intentando consolarla con sus dulces aleteos, pero ella parecía no escuchar y solo atinaba a cubrir su rostro con las manos, llena de dolor, tristeza y mucha vergüenza. El hombre de la piel traslucida la tomó del brazo y la condujo suavemente hasta una pequeña pileta. Ahí, le apartó las manos de la cara y dijo: –Observa.

La muchacha miró con desdén el agua contenida en la pequeña fuente, pero pronto cambió su expresión al ver las imágenes que ahí se mostraban; era su madre, arropando a un pequeño niño, abrazándolo con el amor que solo una abuela es capaz de dar. Tras ella, se hallaba un muchacho de rostro triste y mirada perdida. Era su esposo. El joven que la había desposado hace apenas unos meses. –¡Son ellos!. Mi tene, Tochtli y… ¿Mimizton? ¿En verdad ese pequeño es mi hijo? El de la piel traslúcida asintió y dijo:

–Tu esposo necesita saber que estás bien. Ya casi hiciste todo lo que debías hacer. Ahora solo te falta ayudarlo a comprender. Cierra los ojos. Pídele que abrace a tu hijo. Que lo cuide y proteja en tu nombre. Que le dé el amor que tú no podrás darle. Hazlo, Tzitzi, hazlo. Con los ojos llorosos, pero férrea determinación, la jovencita siguió las instrucciones de aquel que parecía ser un Dios y dejó que las palabras llenaran su cabeza. Le dijo a su amado tantas cosas que sería imposible siquiera el pretender contarlas. Luego sonrió y él también lo hizo. Allá en el mundo donde los hombres y las mujeres están hechos de maíz, [2] el joven Tochtli dejó la tristeza atrás y abrazó con fuerza y calidez a su único hijo, a la semilla de Tzitzitlini, a aquel al que cariñosamente llamaban “Mimizton” antes de nacer. –Mi pequeño hijo, mi amado “Mimizton”.  Dime, ¿volveré a verlo? –Sí– respondió lacónico su interlocutor. –¿Cuándo? –preguntó ansiosa la muchacha. –Pronto. –¿Cuánto es “pronto”? –“Allá” eso es mucho, pero aquí, es más bien poco… ¿Sabrás esperar? –Siempre dijo la joven madre – Siempre.

 

 
Autor; Jesús Hoyos Hernández

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