Muere Margarita Magón.
El 14 de junio de 1901.
/Hermanos Flores Magón/Revolución mexicana/Relatos de la revolución
El 14 de junio de 1901, muere Margarita Magón mientras sus hijos, Ricardo y Jesús, se encontraban en la prisión de Belén. En su lecho de muerte, Porfirio Díaz intenta sobornarla para liberarlos, Enrique, que estaba en ese momento con ella, relató:
“Maldito monstruo -pensé en mi amargura- aumentar el
sufrimiento de mi madre no permitiéndole que tenga el consuelo de decirle adiós
a sus hijos. ¡Otra deuda más que cobrarle!...Mi madre estaba echada en un
catre, los ojos cerrados, la respiración apenas perceptible. Volvió la cabeza,
y me miró con grandes ojos "¿Dijiste algo, Enrique?" -Pensaba en
Jesús y Ricardo. "También yo", la voz le tembló, "Me acuerdo de
la vez que los traje en cestos desde Teotitlan, contigo en los brazos. Y el
conductor del tren nos quería echar. Pero los pasajeros no lo permitieron.
Dieron dinero para nuestros boletos".Se detuvo para respirar " Esa es
la clase de gente por la que Ricardo y Jesús están en Belén" Cerró los
ojos y apretó los labios.
Después de un rato pasado ya el dolor: "cuando pienso todo lo que han
realizado quizá el precio que están pagando no sea demasiado alto" Su
rostro tembló todo. Las lagrimas caían por sus mejillas. Luego añadió
tranquilamente, "quería verlos antes de marcharme, cuando salgan, Enrique,
diles que siempre les tuve presentes en mis pensamientos y en mis
oraciones"..."Si...si salen con vida de ese lugar horrible",
murmuró.
Alguien llamó a la puerta. Fui a abrir. Un desconocido con sombrero de copa y levita..."Señora Flores Magón", dijo, "tengo el honor de hacerle una propuesta de parte del presidente don Porfirio Díaz. El Presidente le promete, sobre su palabra de honor, que en menos de media hora sus hijos quedarán en completa libertad." El rostro de mi madre se iluminó con una sonrisa celestial. Débilmente, mi madre levantó una mano impaciente "Que vengan pronto, señor. Temo que no voy a durar mucho." El hombre de levita se aclaró la garganta: "No hay más que una pequeña condición que cumplir."
Ella me miró, primero a mí, luego a él "¿qué es lo
que quiere de mí el presidente Díaz?" El emisario juntó las manos en un
gesto de súplica "El Presidente sólo quiere que le pida usted a sus hijos,
como última voluntad, que dejen de atacarle." Aquella alegre luz se apagó
en sus cansados ojos. Permaneció callada un largo rato. Parecía que estaba
reuniendo fuerzas para el esfuerzo supremo. Afuera, la lluvia caía, pues la
estación no había pasado aún. Hacía frío en el cuarto, más que de costumbre,
pensé yo, y me eché a temblar viendo a mi madre. Sus hundidos ojos brillaban de
la fiebre que la consumía. Con voz tranquila dijo: "Dígale al presidente
Díaz que escojo morir sin ver a mis hijos." El emisario se puso de pie,
mirándola incrédulamente.
Sin detenerse, mi madre siguió hablando: "Y lo que es más, dígale esto;
prefiero verlos colgados de un árbol o en garrote a que se arrepientan o
retiren algo de lo que han dicho o hecho." El hombre dio un paso atrás,
estupefacto de admiración. Temblando de emoción, en silencio, hizo una profunda
reverencia a la mártir agonizante que le dirigió una mirada. Mordiéndose los
labios, salió sin pronunciar palabra.
Rendida, mi madre cerró los ojos. Sus labios se movieron. Yo me incliné sobre ella, y alcancé a oír el murmullo angustiado: "Mis hijos, mis hijos." Me enderecé. Sentía como si una mano de hierro me estuviera apretando el corazón. El dolor me arrancó un sollozo. Mi madre abrió los ojos, sonrió débilmente, y me tendió una mano. Me arrodillé y se la tomé entre las mías. Estaba helada, yo se la calenté, frotándola suavemente... Una hora después moría.
En un especie de estupor me quedé viendo su hermosa cara cansada. Los rasgos de ansiedad y de tensión se habían ablandado. Ahora estaba tranquila y en paz. Parecía como si la sombra de una sonrisa se hubiese posado sobre sus pálidos labios, como si estuviera soñando algún sueño placentero. Pocas veces había parecido tan tranquila. Pero un dolor intolerable me atenazaba. Habían sido nuestras actividades revolucionarias lo que había contribuido a minar su vitalidad. Su tierno corazón se había desbordado de amor por nosotros. Había sumergido sus sentimientos para no ablandar nuestro espíritu luchador. Nos había animado, por su amor a la memoria de su querido esposo, y por la causa que los dos habían abrasado. Y todo el tiempo había tenido el corazón oprimido entre el miedo y la ansiedad por nosotros.
Contemplé el cielo gris de donde la lluvia septembrina caía en grandes mantas, y me pregunté por qué tenían que haberle asestado a ella un golpe así. Era la suya una naturaleza dulce y suave; no vivía más que para darles felicidad a sus seres queridos. ¿Qué crímenes había cometido que justificaran la tortura que a la larga la había abatido? ¿En qué había ella ofendido a Dios? y por única respuesta del cielo la lluvia caía y caía. Me levanté de la silla y la besé en la frente, ya helada. Tenía un nudo en la garganta. Mamacita -le dije- te prometo que seguiré la lucha por la que diste tu vida.
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