Discurso íntegro de Ricardo Flores Magón pronunciado a los
trabajadores de El Monte, California,
en 1917.
Ricardo Flores Magón:"Deseo
decirles algunas palabras acerca de un mal hábito, bastante generalizado entre
los seres humanos. Me refiero a la indiferencia, ese mal hábito que consiste en
no fijar la atención en asuntos que atañen a los intereses generales de la
humanidad.
Cada
quien se interesa por su propia persona y por las personas más allegadas a él,
y nada más; cada quien procura su bienestar y el de su familia, y nada más, sin
reflexionar que el bienestar del individuo depende del bienestar de los demás;
y que el bienestar de una colectividad, de un pueblo, de la humanidad entera,
es el producto de condiciones que la hacen posible, es el resultado de
circunstancias favorables, es la consecuencia natural, lógica, de un medio de
libertad y de justicia.
Así,
pues, el bienestar de cada uno depende del bienestar de los demás, bienestar
que sólo puede ser posible en un medio de libertad y de justicia, porque si la
tiranía impera, si la desigualdad es la norma, solamente pueden gozar de
bienestar los que oprimen, los que están más arriba que los demás, los que en
la desigualdad fundan la existencia de sus privilegios.
Por
lo tanto, el deber de todos es preocuparse por los intereses generales de la
humanidad para lograr la formación de un medio favorable al bienestar de todos.
Sólo de esa manera podrá el individuo gozar de verdadero bienestar.
Pero
vemos que en la vida corriente ocurre todo lo contrario. Cada uno lucha y se
sacrifica por su bienestar personal, y no lo logra, porque su lucha no está
enderezada contra las condiciones que son obstáculo para obtener el bienestar
de todos.
El
ser humano lucha, se afana, se sacrifica por ganarse el pan de cada día; pero
esa lucha, ese afán, ese sacrificio no dan el resultado apetecido, esto es, no
producen el bienestar del individuo porque no están dirigidos los esfuerzos a
cambiar las condiciones generales de convivencia, no entra en los cálculos del
individuo que lucha, se afana y se sacrifica la creación de circunstancias
favorables a todos los individuos, sino el mezquino interés de la satisfacción
de necesidades individuales, sin hacer aprecio de las necesidades de los demás.
El
que está trabajando sólo piensa en que no le quiten el trabajo y se alegra
cuando en una rebaja de trabajadores no entra él en el número de los cesantes,
mientras que el que no tiene trabajo suspira por el momento en que el burgués
despida a algún trabajador para ver si, de esa manera, logra él ocupar el
puesto vacante, y hay algunos tan viles, hay algunos tan abyectos, que no
titubean en ofrecer sus brazos por menos paga, y otros que en un momento de
huelga se apresuran a llenar los lugares desocupados momentáneamente por los
huelguistas.
En
suma, los trabajadores se disputan el pan, se arrebatan el bocado, son enemigos
los unos de los otros, porque cada quien busca solamente su propio bienestar
sin preocuparse del bienestar de los demás, y ese antagonismo entre los
individuos de la misma clase, esa lucha sorda por el duro mendrugo, hace
permanente nuestra esclavitud, perpetúa la miseria, nos hace desgraciados,
porque no comprendemos que el interés del vecino es nuestro propio interés,
porque nos sacrificamos por un interés individual mal entendido, buscando en
vano un bienestar que sólo puede ser el resultado de nuestro interés por los
asuntos que atañen a la humanidad entera, interés que, si se intensificara y se
generalizara, daría como producto la transformación de las condiciones actuales
de vida, ineptas para procurar el bienestar a todos porque están fundadas en el
antagonismo de los intereses, en otras basadas en la armonía de los intereses,
en la fraternidad y en la justicia.
Ven
por lo tanto, compañeros, que, para alcanzar el bienestar, es preciso, es
indispensable fijar la atención en los intereses generales de la humanidad,
hacer a un lado la indiferencia, porque la indiferencia eterniza nuestra
esclavitud. Todos nos sentimos desgraciados; pero no acertamos a encontrar una
de las principales causas de nuestro infortunio, que es nuestra indiferencia,
nuestra apatía por todo lo que significa interés general.
La
indiferencia es nuestra cadena, y somos nosotros nuestros propios tiranos
porque no ponemos nada de nuestra parte para destruirla. Indiferentes y
apáticos vemos desfilar los acontecimientos con la misma impasibilidad que si
se tratara de asuntos de otro planeta, y como cada quien se interesa únicamente
por su propia persona, sin preocuparse de los intereses generales, de los
intereses comunes a todos, nadie siente la necesidad de unirse para ser fuertes
en las luchas por el interés general; de donde resulta que no habiendo
solidaridad entre los oprimidos, el gobierno se extralimita en sus abusos y los
amos de toda clase hacen presa de nosotros, nos esclavizan, nos explotan, nos
oprimen y nos humillan.
Cuando
reflexionemos que todos los que sufrimos idénticos males tenemos un mismo
interés, un interés común a todos los oprimidos, y nos hagamos, por lo tanto, el
propósito de ser solidarios, entonces seremos capaces de transformar las
circunstancias que nos hacen desgraciados por otras que sean favorables a la
libertad y al bienestar.
Dejemos
ya de apretarnos las manos y de preguntar angustiados que será bueno hacer para
contrarrestar las embestidas de la tiranía de los gobiernos y de la explotación
de los capitalistas. El remedio está en nuestra mano: unámonos todos los que
sufrimos el mismo mal, seguros de que ante nuestra solidaridad se estrellarán
los abusos de los que fundan su fuerza en nuestra desunión y en nuestra
indiferencia.
Los
tiranos no tienen más fuerza que la que les damos nosotros mismos con nuestra
indiferencia. No son los tiranos los culpables de nuestros infortunios, sino
nosotros mismos.
Preciso
es confesarlo: si el burgués nos desloma en el trabajo y exige de nosotros
hasta la última gota de sudor, ¿a quién se debe ese mal sino a nosotros mismos,
que no hemos sabido oponer a la explotación burguesa nuestra protesta y nuestra
rebeldía?
¿Cómo
no ha de oprimirnos el gobierno cuando sabe que una orden suya, por injusta que
ella sea y por más que lastime nuestra dignidad de hombres, es acatada por
nosotros con la vista baja, sin murmurar siquiera, sin un gesto que haga
constar nuestro descontento y nuestra cólera? ¿Y no somos nosotros mismos, los
desheredados, los oprimidos, los pobres, los que nos prestamos a recibir de las
manos de nuestros opresores el fusil, destinado a exterminar a nuestros
hermanos de clase, en los raros momentos en que la mansedumbre y la habitual
indiferencia ceden su puesto a las explosiones del honor y del decoro? ¿No
salen de nuestras filas, de la gran masa proletaria, el polizonte y el
mayordomo, el carcelero y el verdugo?
Somos
nosotros, los pobres, los que remachamos nuestras propias cadenas, los
causantes del infortunio propio y de los nuestros.
El
anciano que tiende la mano temblorosa en demanda de un mendrugo; el niño que
llora de frío y de hambre; la mujer que ofrece su carne por unas cuantas
monedas, son hechura nuestra, a nosotros deben su infortunio, porque no sabemos
hacer de nuestro pecho un escudo; y nuestras manos, acostumbradas a implorar,
son incapaces de apretarse, como tenazas, en el cuello de nuestros verdugos."
Diciembre de 1915, Ricardo Flores Magón publicó "El
mendigo y el ladrón":
«A
lo largo de una avenida risueña van y vienen los transeúntes, hombres y
mujeres, perfumados, elegantes, insultantes. Pegado a la pared está el mendigo,
la pedigüeña mano adelantada, en los labios temblando la súplica servil:
-¡Una
limosna, por el amor de Dios!
De
vez en cuando cae una moneda en la mano del pordiosero, que éste mete presuroso
en el bolsillo prodigando alabanzas y reconocimientos degradantes. El ladrón
pasa, y no puede evitar el obsequiar al mendigo con una mirada de desprecio. El
pordiosero se indigna, porque también la indignidad tiene rubores, y refunfuña
atufado:
-¿No
te arde la cara, bribón, de verte frente a frente de un hombre honrado como yo?
Yo respeto la ley: yo no cometo el crimen de meter la mano en el bolsillo
ajeno. Mis pisadas son firmes, como las de todo buen ciudadano que no tiene la
costumbre de caminar de puntillas, en el silencio de la noche, por las
habitaciones ajenas. Puedo presentar el rostro en todas partes; no rehuyo la
mirada del gendarme; el rico me ve con benevolencia y, al echar una moneda en
mi sombrero, me palmea el hombro diciéndome: “¡buen hombre!”
El
ladrón se baja el ala del sombrero hasta la nariz, hace un gesto de asco, lanza
una mirada escudriñadora en torno suyo, y replica al mendigo:
-No
esperes que me sonroje yo frente a ti, ¡vil mendigo! ¿Honrado tú? La honradez
no vive de rodillas esperando que se le arroje el hueso que ha de roer. La
honradez es altiva por excelencia. Yo no sé si soy honrado o no lo soy; pero te
confieso que me falta valor para suplicar al rico que me dé, "por el amor
de Dios", una migaja de lo que me ha despojado. ¿Que violo la ley? Es
cierto; pero la ley es cosa muy distinta de la justicia. Violo la ley escrita
por el burgués, y esa violación contiene en sí un acto de justicia, porque la
ley autoriza el robo del rico en perjuicio del pobre, esto es, una injusticia,
y al arrebatar yo al rico parte de lo que nos ha robado a los pobres, ejecuto
un acto de justicia. El rico te palmea el hombro porque tu servilismo, tu
bajeza abyecta, le garantiza el disfrute tranquilo de lo que a ti, a mí y a
todos los pobres del mundo nos ha robado. El ideal del rico es que todos los
hombres tengamos alma de mendigo. Si fueras hombre, morderías la mano del rico
que te arroja un mendrugo. ¡Yo te desprecio!
El
ladrón escupe y se pierde entre la multitud. El mendigo alza los ojos al cielo
y gime:
-¡Una
limosna, por el amor de Dios! »
-Relato íntegro, extraído del auténtico periódico
anarquista "Regeneración", 11 de Diciembre de 1915.
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