Por; Jesús Hoyos Hernández//Nacional//Análisis//Política//Opinión//
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El viejo don Juan y su viejo radio
En una época pasada en un pequeño pueblo, Don Juan un viejo campesino, se despertaba
temprano todas las mañanas, cuando el sol apenas asomaba detrás de los cerros.
Encendía su radio de bulbos —aquella cajita de madera que parecía tener alma era su compañia a todas horas y a donde fuera— y
dejaba que la voz cálida del locutor llenara el silencio del rancho. Se sentaba
junto a la ventana con su taza de café de olla, mientras el gallo cantaba y los
perros se desperezaban.
La radio era su compañía. Le hablaba de cosas lejanas:
noticias del presidente, canciones de Pedro Infante, partidos de béisbol narrados
con tal emoción que Don Juan sentía que estaba en el estadio, aunque jamás
había salido de su comunidad. Cerraba los ojos y viajaba. Se imaginaba las
grandes ciudades, los trenes rugiendo, las voces de otros pueblos. Todo eso,
gracias a una caja que vivía enchufada al corazón de la casa.
A veces, cuando la señal se perdía entre ruidos, le daba
unos golpecitos suaves. Como quien despierta a un viejo amigo. Porque para Don
Juan, la radio no era sólo un aparato. Era memoria, compañía, y esperanza. En
esas ondas invisibles vivía la certeza de que el mundo era más grande, pero
también más cercano.
Y así, cada día, el señor de la radio encontraba el
milagro de sentirse acompañado, aún en la soledad del campo. Porque en aquella
época, una voz al otro lado del aire podía hacer que el corazón se sintiera
menos solo.
La historia de don Juan es la historia de un México pasado en el tiempo, cuando la radio fue la compañía de muchos campesinos.
El viejo don Juan y su viejo radio
En una época pasada en un pequeño pueblo, Don Juan un viejo campesino, se despertaba temprano todas las mañanas, cuando el sol apenas asomaba detrás de los cerros. Encendía su radio de bulbos —aquella cajita de madera que parecía tener alma era su compañia a todas horas y a donde fuera— y dejaba que la voz cálida del locutor llenara el silencio del rancho. Se sentaba junto a la ventana con su taza de café de olla, mientras el gallo cantaba y los perros se desperezaban.
La radio era su compañía. Le hablaba de cosas lejanas: noticias del presidente, canciones de Pedro Infante, partidos de béisbol narrados con tal emoción que Don Juan sentía que estaba en el estadio, aunque jamás había salido de su comunidad. Cerraba los ojos y viajaba. Se imaginaba las grandes ciudades, los trenes rugiendo, las voces de otros pueblos. Todo eso, gracias a una caja que vivía enchufada al corazón de la casa.
A veces, cuando la señal se perdía entre ruidos, le daba unos golpecitos suaves. Como quien despierta a un viejo amigo. Porque para Don Juan, la radio no era sólo un aparato. Era memoria, compañía, y esperanza. En esas ondas invisibles vivía la certeza de que el mundo era más grande, pero también más cercano.
Y así, cada día, el señor de la radio encontraba el milagro de sentirse acompañado, aún en la soledad del campo. Porque en aquella época, una voz al otro lado del aire podía hacer que el corazón se sintiera menos solo.
La historia de don Juan es la historia de un México pasado en el tiempo, cuando la radio fue la compañía de muchos campesinos.
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