Asaltos
robo de autopartes, extorsión y cobro de piso en la zona de Angelópolis Puebla
Puebla es una de las ciudades
mas importares del país, por su pasado histórico, y por el desarrollo cultural
y económico que en los últimos años a tenido. Pero dentro de la mancha urbana
es si duda el corredor industrial, comercial y económico de la zona de angelópolis.
Toda esta zona cuando pertenecía al
municipio de San Andrés Cholula, no permitían, el ambulantaje.
Una zona cuidadosamente
resguardada de alguna manera cuidada, pero hace unos 8 a 10 años, se han venido instalado
comerciantes ambulantes, todavía no han
invadido algunas zonas como jardineras de la vía publica; en ese aspecto todavía
se conservan y se respetan los espacios públicos.
Por la misma razón han aparecido organizaciones
en la completa clandestinidad queriendo dominar esa zona, una por ejemplo es la
introducción de unidades piratas del transporte publico, afiliadas a la
organización de Antorcha Campesina. Que con presiones y chantajes pretenden
apoderase de toda esa zona, y de la nada han aparecido, personas que cobran el
derecho de piso, a todos los comerciantes ambulantes.
Mas que lideres de comerciantes son unos verdaderos delincuentes, utilizan,
las amenazas y bajo presión los obligan afiliarse a su organización, todo
aquel que no se a filie no lo dejan trabajar, así tenga permiso del ayuntamiento
utilizan la violencia y las amenazas, en
caso contrario les mandan golpeadores y les decomisan su mercancía. Una vez
afiliados les cobran el derecho de piso para que los dejen trabar. Por ejemplo
toda la vía Atlixcáyotl esta dominada por Antonio Rosas y Jonathan Rosas,
representantes ó dicen pertenecer a la organización de ambulantes Doroteo Arango. Estas personas son las que a diario andan patrullando
ya sea en motocicletas o con vehículos esta zona cualquier ambulante o vendedor que sea y no
este afiliado a su organización lo echan o lo obligan a afiliarse primero le
cobran, estos son los que han sembrado el terror en esta zona, esto también hay que decirlo a complacencia de autoridades estatales y municipales a oídos sordos que hacen como si nada pasara, el problema va
mas allá, desde que aparecieron estas personas, se dispararon los asaltos y
robo de autopartes en esa zona.
Diego Fernández de Cevallos el político
corrupto del viejo régimen.
Diego
Fernández de Cevallos es uno de los personajes más representativos del poder
político y económico de las últimas décadas. Su perfil es el de un abogado
de grandes intereses, un panista de toda la vida, hábil orador y estratega.
Diego no solo fue protagonista de elecciones y negociaciones políticas, también
de escándalos y actos dignos de una telenovela. Fue candidato presidencial en
1994, en una elección marcada por el asesinato de Colosio y la guerra sucia. [2]Fue cuando se le empezó a conocer con el mote de “el jefe Diego”, pero en
realidad, más que por votos, su importancia para el panismo, fue su capacidad
de operar acuerdos con el PRI, con empresarios, y con cualquiera que sostuviera
el sistema. Terminó en tercer lugar, pero con mucho más poder que cualquier
político de la época.
Cevallos
tiene un despacho que más bien es una fábrica de privilegios, ha defendido a
empresas señaladas por evasión fiscal y negocios turbios, su nombre apareció
ligado al caso de Punta Diamante, en Acapulco, donde terminó beneficiado con
terrenos millonarios gracias a su influencia política. Jamás se esclareció cómo
adquirió propiedades con valor de cientos de millones. Eso sí, como abogado,
ganó todos los casos que importaban, aunque nunca estuviera del lado del
pueblo. En 2006, cuando le hicieron fraude a AMLO, se supo que Fernández de
Cevallos recomendó a sus aliados quemar las actas electorales para evitar que
se recontaran los votos. No fue metáfora, fue una estrategia.
Así
se defendía la “democracia” en esos días. Y mientras a López Obrador lo
intentaron desaforar en 2005 por abrir una calle para facilitar el acceso a un
hospital, al jefe Diego nunca lo tocó la justicia por construir una carretera
exclusiva en Arandas, Jalisco, solo para visitar a su novia. Usó recursos
públicos y sus influencias para levantar una vía rural que conectara su rancho
con la casa de su amante. Y cuando le preguntaron por eso, no mostró vergüenza
ni legalismos. Lo narró como si fuera una escena romántica, un acto de amor.
Aunque
era del PAN, nunca fue ajeno al PRI ni al PRIAN. [2] [3] Amigo de Salinas, de
empresarios, de ministros de la
Corte y de personajes que siempre están detrás del telón.
Diego fue clave para mantener al sistema funcionando con una máscara de
legalidad. En 2010 fue secuestrado misteriosamente en su rancho. Nadie lo vio.
Nadie investigó. Nadie explicó nada. Reapareció meses después, barbado, más
flaco, y con un silencio que sigue siendo sospechoso. Dicen que fue un
secuestro. Otros dicen que fue otra cosa. Pero nadie se atrevió a escarbar más.
Hoy, ya viejo, el jefe Diego sigue opinando como si tuviera autoridad moral.
Pero su trayectoria está lejos de ser ejemplo: representa una época donde el
poder se ejercía entre cenáculos, se repartía entre amigos y se justificaba con
discursos vacíos.
Romántico
cuando se trata de usar recursos públicos para enamorar jovencitas, Incendiario
cuando peligra el sistema que tanto privilegio le ha dado y silencioso cuando
hay que explicar de dónde viene tanto. Cevallos más que un político
rancio, es un símbolo de esa élite que se niega a morir.
Por; Jesús Hoyos Hernández//Nacional//Crónicas//Revolución mexicana//Historia de México//
Ignacio de la Torre y Mier; vergüenza de Porfirio Díaz
El
1° de abril de 1918 murió Ignacio de la Torre y Mier en Nueva York. Se casó con Amada
Díaz, hija del dictador Porfirio Díaz. Cuentan que fue el 42 del Baile de los
41 maricones. Emiliano Zapata lo liberó de su prisión en el Palacio Negro de
Lecumberri. La posible relación homosexual entre Emiliano Zapata e Ignacio de la Torre: Las suposiciones
surgen del libro de Ricardo Orozco “El álbum de Amada Díaz”, una especie de
recopilación de diarios escritos por la hija de Porfirio Díaz donde se narran
distintos encuentros que su esposo Ignacio de la Torre y Emiliano Zapata
tuvieron mientras el primero trabajaba de caballerizo mayor en la casona del
matrimonio. En el libro de Orozco, varias anotaciones apuntan a que Ignacio de la Torre formaba parte de
relaciones homosexuales, las cuales su esposa describía como “vicios” y
“sodomía”. Estas suposiciones alcanzan su punto máximo cuando, el 17 de
noviembre de 1901, se detuvo a Ignacio de la Torre en el llamado "Baile de los 41",
un suceso histórico de México durante el porfiriato donde una redada ilegal de
policías arrestó a 42 hombres que asistieron a una fiesta gay, la mitad de
ellos vestidos como mujeres.
Se
le conoce como el Baile de los 41 porque aparentemente un hombre logró escapar
de la policía: Ignacio de la
Torre. Debido a la cercanía con el presidente, Porfirio Díaz
se encargó de encubrir la presencia de su yerno en el baile. Sin embargo, narra
Amada Díaz que su asistencia se hizo del conocimiento público al final. El
triángulo amoroso Emiliano Zapata, Amada Díaz Quiñones, Ignacio de la Torre. Otros
habitantes célebres de la colonia Tabacalera fueron ni más ni menos que el
matrimonio conformado por la hija consentida de Porfirio Díaz Amada Díaz e
Ignacio de la Torre
y por supuesto el señor Emiliano Zapata también vivió aquí en la Tabacalera. Ya les
comente del famoso baile de los 41 en dónde el 42 era “el yerno de su suegro”
como les decían a Ignacio de la
Torre y a su suegro Porfirio Díaz, Ignacio de la Torre tenía su casa justo al
otro lado donde se llevó a cabo esta fiesta aquí en la Tabacalera, en la calle
de Paseo de la Reforma
número uno, la mansión que ocupaba lo que ahora es el edificio del MORO o mejor
conocido como de la lotería nacional, en aquella mansión vivió Ignacio de la Torre junto con su NO amada
esposa Amada Díaz y también con Emiliano Zapata antes de que éste se
convirtiera en héroe de la nación. En 1906, en el corral de la hacienda de San
Carlos Borromeo, Ignacio de la
Torre conoció a Emiliano Zapata, quien más adelante sería
revolucionario mexicano y héroe nacional. La personalidad de Emiliano, su
planta y su gentileza amén de ese enorme bigote que le hacía tan varonil,
cautivaron inmediatamente al terrateniente, quien no se separó de él en todo el
tiempo que estuvo en la hacienda. Zapata, nacido en Anenecuico, era un gran
conocedor del mundo del caballo, por lo que, con el pretexto de ponerle a
trabajar como caballerizo mayor o caballerango, se lo llevó a su mansión de la Plaza de la Reforma, en el centro de
la capital. En aquella mansión vivieron un romance de seis meses para después
Zapata regresar a su natal Anenecuilco, sus conocidos decían que había
regresado muy cambiado, más callado, resentido y se esforzaba por aparentar
mucha hombría en su aspecto físico, su obsesión por masculinizar su aspecto con
ese gran bigote que le hizo proverbial. Realidad o despecho, mito o
resentimiento, Amada Díaz la despechada esposa de Ignacio, anotó en su diario
que en una ocasión que vio cómo su esposo y Zapata se revolcaban en el establo.
Amada a pesar de estar enterada de los deslices sexuales de su esposo jamás lo
abandonó incluso cuando estuvo preso por órdenes de Venustiano Carranza, por
ser presunto cómplice en el asesinato de Francisco I. Madero y José María Pino
Suárez, ella lo visitaba en la cárcel. Cuando supo que Zapata iba a tomar la Ciudad de México se alegró
porque pensó que lo iba a liberar, pero no fue así. Emiliano lo tomó como su
prisionero personal y lo llevaba con él de pueblo en pueblo, de cárcel en
cárcel. La tropa del hombre de Anenecuilco y sus compañeros de prisión se
dieron cuenta de que De la Torre
era homosexual y abusaron de él de tal forma que le destrozaron la cavidad
anal. Sufrió violaciones múltiples. Tenía el esfínter totalmente desgarrado. Amada
no lo volvió a ver nunca y muere a la edad de 95 años. Ignacio de la Torre y Mier logró escapar y
con fuertes dolores llegó a un hospital y murió el 1 de abril de 1918 cuando le
realizaban en New York una cirugía de reconstrucción de esfínter.
Amada
Díaz fue la hija mayor de Porfirio Díaz. Su madre fue Rafaela Quiñones, una
mujer indígena de Huamuxtitlán. A los 21 años se casó con Ignacio de la Torre y Mier, quien más
tarde se vería involucrado en el famoso baile de los 41. Tras
el exilio de su padre y la muerte de su esposo, Amada cargó con las deudas de
su marido. El ejército carrancista le devolvió algunas propiedades, algunas de
las cuales fueron vendidas. (1)
Como logra escapar
¡Por
fin había llegado a Nueva York! El viaje había sido largo y penoso… muy penoso.
Cuando los carrancistas tomaron Cuautla, lo liberaron junto con otros presos.
De inmediato corrió a esconderse; el miedo a ser capturado de nuevo por los
zapatistas lo paralizaba. Por eso se disfrazó, como solía hacerlo en su
juventud cuando disfrutaba los bailes de máscaras. Aunque esta vez, el disfraz
no era por diversión, sino por necesidad: debía evitar ser reconocido. En su
huida por los pueblos, pidió ayuda a quien se cruzara en su camino. Incluso
mendigó para poder salir del país. Él, que había sido un señorito, dueño de una
inmensa fortuna. Cada vez que recordaba su magnífica Hacienda de Santiago
Tenextepango, allá en Morelos, se le llenaban los ojos de lágrimas. Lo había
perdido todo… aunque no del todo. Aún conservaba la fortuna de su esposa, Amada
Díaz. Hacía unos días, ella le había escrito desde México, avisándole que
abordaría un buque rumbo a Nueva York. Le contaba que una dolencia le impedía
caminar y que esperaba poder verlo pronto. Ignacio llegó al hospital en un
estado lamentable. Le costaba trabajo caminar y presentaba un grave daño
rectal. Los médicos decidieron operarlo de inmediato: era urgente intervenir
las venas del esfínter. Las enfermeras que lo atendían intuían que aquel
hombre, a pesar de la ropa andrajosa con la que llegó, había sido alguien
importante. Nunca imaginaron que su paciente era don Ignacio de la Torre y Mier, acaudalado
hacendado y yerno del poderoso Porfirio Díaz. Lo que tampoco sospechaban era
que había estado preso en México. Nachito —como lo llamaban sus amigos más
cercanos— nunca se apartó del mundo político. Tras el exilio de su suegro,
Ignacio se acercó a un grupo de diputados opositores a Madero. Financiaba los
diarios El Mañana y La Tribuna,
ambos abiertamente antimaderistas. Su participación en la conspiración que
culminó en la Decena
Trágica fue decisiva. Uno de sus empleados, Francisco Alanís,
rentó por órdenes suyas el vehículo en el que llevaron a Madero y a Pino Suárez
al matadero. El asesino, Francisco Cárdenas, había trabajado en la Hacienda San Nicolás
Peralta, propiedad de Ignacio.
Cuando
Venustiano Carranza asumió el poder, ordenó su arresto por difamar al gobierno
maderista y apoyar al régimen ilegítimo de Victoriano Huerta. Lo enviaron
directamente a la prisión de Lecumberri. De ahí fue liberado, curiosamente, por
Emiliano Zapata. Ignacio creyó que al fin estaba a salvo. No fue así. Zapata lo
mantuvo prisionero y lo entregó a la tropa. Allí comenzó su calvario: fue
obligado a vestirse como soldadera, a preparar la comida para el regimiento...
y fue víctima de abusos sexuales por parte de algunos soldados. Humillado,
ultrajado y quebrado, solo pensaba en huir. Y lo logró. Escapó de sus captores
y cruzó la frontera hacia Estados Unidos. En su mente germinaba la esperanza de
comenzar una nueva vida, lejos de la guerra, del escarnio y del pasado. Cuando
Amada llegó al hospital de Nueva York, apenas pudo verlo unos minutos. Los
médicos lo ingresaron de urgencia al quirófano. No pudieron salvarlo. Ignacio
de la Torre y
Mier murió el 1 de abril de 1918,
a los 51 años de edad. Su esposa Amada tuvo que vender
todas sus propiedades para pagar las inmensas deudas que le heredó. La mansión
de La Torre y
Mier fue comprada por la institución del gobierno Lotería Nacional para la
asistencia pública construyendo en el lugar el Edificio El Moro. Emiliano
Zapatamuere un 10 de abril asesinado en Chinameca.
Bibliografía: Pedro
Ángel Palou, Zapata, México, Diana (Grupo Planeta), 2006. Ricardo
Orozco, El álbum de Amada Díaz, México, Planeta, 2003. Mílada
Bazant, “Crónica de un baile clandestino” en: Gonzalbo Aizpuru, Pilar y Mílada
Bazant (coordinadoras), Tradiciones y conflictos. Historias de la vida cotidiana
en México e Hispanoamérica, México, 2007, El Colegio de México y El Colegio
Mexiquense, págs. 319-347.
Por; Jesús Hoyos Hernández//Nacional//Análisis//Política//Opinión//
Crónicas// México y la fe//
Nican Mopohua fuente
historiográfica del Acontecimiento Guadalupano.
En
el presente artículo se propone una relectura del Nican Mopohua como fuente
historiográfica fundamental para el estudio del Acontecimiento Guadalupano, con
el fin de valorar su aportación en la configuración de la identidad espiritual
y cultural del México novohispano. Lejos de reducirlo a un mero texto
devocional o alegórico, se busca reconocer en él un testimonio legítimo de la
memoria indígena, cuidadosamente escrito conforme a los hechos verificados con
los testigos Juan Diego y Fray Juan de Zumarraga por Antonio Valeriano,
conocedor tanto del náhuatl clásico como del pensamiento cristiano. Este
estudio se propone, además, contextualizar históricamente la transmisión del
texto desde sus orígenes manuscritos hasta su publicación impresa, señalando la
labor de sus custodios y editores, así como las distintas corrientes
interpretativas que lo han acompañado a lo largo de los siglos. A través
de un enfoque comparativo con las fuentes criollas del siglo XVII, como las
obras de Miguel Sánchez y Luis Laso de la Vega, se destaca la convergencia entre la
tradición oral indígena y el cristianismo barroco en la conformación del
relato guadalupano. De este modo, se reafirma el valor historiográfico del
Nican Mopohua no solo como documento literario, sino como un testimonio clave
para comprender el diálogo entre culturas que dio origen a una de las
devociones marianas más significativas de la cristiandad y a un símbolo central
de la identidad mexicana. Reflexionar
sobre el noble autor indígena Don Antonio Valeriano y los protagonistas del
Nican Mopohua —San Juan Diego Cuauhtlatoatzin, su tío Juan Bernardino, el
obispo Fray Juan de Zumárraga en relación con Santa María de Guadalupe— no es
un ejercicio anecdótico ni meramente literario, sino una vía privilegiada para
adentrarnos en las raíces espirituales, culturales e históricas más profundas
del pueblo mexicano. Esta obra, redactada originalmente en lengua náhuatl y
escrita en letras latinas entre los años 1545 y 1548, presenta una narrativa
extraordinaria del Acontecimiento Guadalupano con notable riqueza teológica,
estética, simbólica e histórica. En efecto, el texto ofrece datos precisos
sobre fechas, lugares y aconteceres —como la mañana del 9 de diciembre de 1531
en el cerro del Tepeyac, la sucesión de las apariciones hasta el 12 de
diciembre, el diálogo entre Juan Diego y el Obispo, la curación milagrosa de
Juan Bernardino, y la portentosa impregnación de la imagen sagrada en la tilma—
que no solo confieren verosimilitud al relato, sino que lo insertan con fuerza
documental en la historia del siglo XVI novohispano.
Antonio
Valeriano (c.1522–1605), fue discípulo del Colegio de la Santa Cruz de
Tlatelolco, donde recibió una formación intelectual excepcional. Dominaba la
lectura y escritura en náhuatl, español y latín, y se desempeñó como maestro,
traductor y funcionario indígena de alto nivel. Esta preparación trilingüe le
permitió redactar el Nican Mopohua en lengua náhuatl, pero utilizando
caracteres latinos, conforme a los métodos introducidos por los misioneros
franciscanos y humanistas. Esta singular combinación constituye un ejemplo
paradigmático del mestizaje cultural y espiritual que se gestaba en la Nueva España. Sin
embargo, durante los primeros tres siglos del periodo virreinal, la circulación
del Nican Mopohua se vio considerablemente limitada por factores sociolingüísticos
y educativos. La gran mayoría de la población —tanto indígena como española—
era analfabeta. Entre los indígenas que sabían leer y escribir, pocos dominaban
el español, mientras que, entre los escasos españoles letrados, muy pocos
comprendían el náhuatl. Esta barrera lingüística restringió severamente la
comprensión y difusión del texto. A medida que el idioma español fue
adquiriendo predominancia durante los siglos XVII y XVIII, y terminó por
consolidarse como lengua dominante en los ámbitos eclesiástico, jurídico y
educativo del siglo XIX, el Nican Mopohua permaneció resguardado en círculos
selectos, que supieron conservarlo con prudencia junto a otros documentos
fundamentales para la comprensión de la génesis del México virreinal. Esta transmisión
discreta y cuidadosa permitió que el texto sobreviviera a épocas de desinterés,
censura o desconocimiento, y que hoy se constituya como una fuente invaluable
para la reconstrucción de nuestra memoria histórica y espiritual.
El
Nican Mopohua junto con otros códices, crónicas, anales y documentos históricos
fueron cuidadosamente preservados por figuras clave de los siglos XVI al XX
como don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (c. 1578-1650), descendiente de la
nobleza texcocana, discípulo y colega del sabio indígena don Antonio Valeriano.
Ixtlilxóchitl los conservó junto con otro valioso escrito complementario de su
autoría, el Nican Motecpana, que recoge una serie de milagros atribuidos a
Santa María de Guadalupe. Ambos documentos pasaron posteriormente a manos de
Luis Becerra Tanco, prolífico escritor, políglota —dominaba siete lenguas— y
ferviente defensor guadalupanista, quien da testimonio explícito de haber
tenido acceso directo al manuscrito original del Nican Mopohua, que había
pertenecido a Fernando de Alva Ixtlilxóchitl. En
1649, Luis Laso de la Vega,
entonces capellán del santuario del Tepeyac realizó la primera publicación
impresa del Nican Mopohua, incluyéndolo como parte central de su obra titulada
Huei Tlamahuiçoltica (“Gran suceso milagroso”). Este hecho constituyó un hito
significativo en la historia del Acontecimiento Guadalupano, ya que marcó el
paso del texto desde el ámbito manuscrito y de circulación limitada, al mundo
tipográfico, permitiendo así su conservación, multiplicación y difusión formal. Es
importante subrayar que esta edición no fue una traducción al español, sino que
conservó el idioma náhuatl. Esto significó que el texto seguía siendo accesible
únicamente para quienes dominaban la lengua autóctona y contaban con formación
alfabética, un perfil restringido en la sociedad novohispana del siglo XVII,
compuesto principalmente por algunos miembros del clero, traductores indígenas
y letrados instruidos en colegios como el de Tlatelolco.
Sin
embargo, al pasar el texto del manuscrito a la impresión tipográfica, se logró
una mayor estandarización, estabilidad textual y mayor posibilidad de
circulación y conservación íntegra del texto, facilitando la lectura incluso
para personas que sabían náhuatl con formación limitada. Este cambio permitió
que el Nican Mopohua comenzara a adquirir estatus de fuente patrimonial. Un
año antes, en 1648, se publicó también otra obra fundamental en la
configuración temprana de la devoción guadalupana: Imagen de la Virgen María Madre de
Dios de Guadalupe milagrosamente aparecida en la ciudad de México, escrita por
el sacerdote Miguel Sánchez, quien es considerado uno de los "cuatro
grandes guadalupanistas del siglo XVII". Sánchez no sólo aportó una
primera interpretación teológica del Acontecimiento Guadalupano desde el marco
de la Sagrada
Escritura —comparando a Santa María de Guadalupe con la
"Mujer vestida de sol" del Apocalipsis (Ap 12,1)—, sino que también
dotó al acontecimiento de una narrativa providencial que lo insertaba en la
historia de la salvación. Su obra, escrita en español y destinada al público
culto y criollo, gozó de amplia difusión y fue determinante para consolidar el
carácter sagrado del Tepeyac y su significación religiosa dentro del mundo
novohispano.
Aunque
Luis Laso de la Vega
y Miguel Sánchez trabajaron de manera independiente y desde enfoques distintos,
sus publicaciones casi coinciden cronológicamente y se complementan
discursivamente: mientras Sánchez ofrecía una visión teológica y apologética,
presentándolo como una intervención providencial de la Virgen María que
inauguraba la evangelización de América. Su obra Imagen de la Virgen María, madre
de Dios de Guadalupe (1648) es considerada la primera sistematización doctrinal
escrita en español que conecta el relato guadalupano con la tradición cristiana
y con el plan salvífico universal, insertándolo plenamente en la historia
sagrada. Por otro lado, Luis Laso de la
Vega rescataba y difundía una tradición indígena genuina; su
publicación íntegra del Nican Mopohua representa una expresión de la memoria
oral indígena, escrita desde una sensibilidad cultural propia de los pueblos
originarios. Al preservar por escrito Antonio Valeriano el idioma náhuatl y
estructurar el relato con formas retóricas mesoamericanas, dio voz a la
comunidad indígena. Esta voz viva del pueblo no solo persistió con fuerza
durante la época virreinal, sino que continuó resonando vigorosamente a lo
largo del siglo XIX y aún perdura hasta nuestros días, proyectándose con fuerza
y devoción hacia el futuro como parte esencial del alma espiritual y cultural
de México. Ambas
obras, al converger en un mismo momento histórico, pero desde perspectivas
distintas, construyen una síntesis cultural y espiritual única: mientras
Sánchez representa el pensamiento teológico criollo, Laso de la Vega publica el testimonio
indígena, y juntos contribuyen a forjar junto con la tradición oral una
espiritualidad mariana que será compartida por criollos, mestizos e indígenas a
lo largo de la historia novohispana. Con el paso del tiempo, especialmente a
partir del siglo XIX, la composición demográfica y cultural de México
experimentó una transformación significativa: el pueblo, que durante la época
virreinal fue mayoritariamente indígena, pasó a ser predominantemente mestizo,
producto de una compleja interacción étnica, lingüística, religiosa y cultural.
Esta evolución no diluyó el mensaje guadalupano; por el contrario, la tilma, el
relato y transmisión oral de las apariciones fue asimilado por el mestizaje
como un símbolo de identidad espiritual y nacional. La Virgen de Guadalupe se
convirtió en madre común de un pueblo en transformación, expresión de una fe
católica encarnada en un cuerpo social multiétnico, pero unificado en torno a
una devoción profundamente arraigada.
Así,
tanto la teología criolla como la tradición indígena —recogidas por Sánchez y
Laso de la Vega
respectivamente— se integraron en el alma del México mestizo, dando origen a
una de las manifestaciones religiosas y culturales más duraderas y
significativas del continente. Ambos autores, en contextos paralelos pero
convergentes, inauguraron el corpus literario guadalupano impreso, que sería
ampliado posteriormente por otras figuras como Carlos de Sigüenza y Góngora,
quien publica en 1668 su obra “Primavera indiana”, inspirado en la Virgen de Guadalupe, dando
lugar a una rica tradición documental que ha llegado hasta nuestros días.
Reconociendo en el Nican Mopohua y el Nican Motecpana su relevancia documental
y teológica, Carlos de Sigüenza y Góngora tuvo a bien depositar estos
manuscritos, junto con su colección de códices y documentos de Fernando de Alva
Ixtlilxóchitl, Chimalpáin, las crónicas de Alvarado Tezozómoc, la Crónica de Tlaxcala y
otros tesoros que aún conservaba, en el Colegio de San Pedro y San Pablo,
administrado entonces por la
Compañía de Jesús. Fue allí donde, ya en el siglo XVIII, el
insigne historiador y anticuario italiano Lorenzo Boturini Benaducci
redescubrió el texto durante sus investigaciones sobre la historia sagrada y
civil de la Nueva
España. Impresionado por su contenido y su valor como fuente
primaria, lo incorporó a su monumental acervo documental, el cual serviría como
base para su célebre obra Idea de una nueva historia general de la América
septentrional. Retomaremos más adelante el destino de esta valiosa
colección y su impacto en la historiografía novohispana y nacional. Luis
Becerra Tanco, en 1675 tradujo y citó varios pasajes del Nican Mopohua en su
obra Felicidad de México, en la que lo utilizó como fuente central para
sustentar la historicidad del Acontecimiento Guadalupano. A
esta tradición intelectual se sumó Francisco de Florencia, S.J., uno de los más
importantes jesuitas e historiadores novohispanos del siglo XVII. En su obra La Estrella del Norte de
México (1688), Florencia defendió la autenticidad del Acontecimiento
Guadalupano, recogiendo testimonios antiguos, datos históricos y tradiciones
orales que circulaban entre indígenas y clérigos. Aunque no publicó
directamente el Nican Mopohua, Florencia conocía la obra y la citó como fuente
fidedigna, reforzando su valor testimonial y vinculándola con la tradición viva
que perduraba en el santuario del Tepeyac. Su formación como jesuita y su
cercanía a fuentes documentales hacen de su testimonio uno de los más sólidos
dentro de la historiografía guadalupana del periodo barroco.
Lorenzo
Boturini Benaducci, historiador y anticuario italiano, llegó a la Nueva España en 1736,
movido por un profundo deseo de investigar las apariciones de Santa María de
Guadalupe. A su arribo, constató que la devoción guadalupana se basaba sobre
todo en la transmisión oral y en la veneracion de la tilma de Juan Diego, sin
conocerse con certeza documentos que acreditaran históricamente el
acontecimiento, como el Nican Mopohua o el Nican Motecpana. En 1737, una
epidemia devastadora azotó el valle de México. El pueblo, en su angustia,
acudió con fe al auxilio de la
Virgen de Guadalupe. Al ceder la peste, la devoción popular
se afianzó aún más, tanto en la población como en el propio Boturini, quien
redobló sus esfuerzos por encontrar testimonios escritos. Durante más de dos
años recorrió archivos, iglesias y pueblos indígenas, hasta que logró reunir
una invaluable colección de documentos, entre ellos los ya mencionados Nican
Mopohua, Nican Motecpana y diversos códices indígenas, fundamentales para
conocer la historia de los pueblos originarios y su experiencia religiosa. Movido
por su fervor mariano, Boturini emprendió una colecta pública para organizar
una coronación pontificia de la
Virgen de Guadalupe. Sin embargo, fue acusado por el nuevo
virrey, Pedro de Cebrián y Agustín, conde de Fuenclara, de actuar sin
autorización del rey y de portar bulas papales no registradas. En 1743, fue
arrestado, su colección fue confiscada y él mismo pasó nueve meses en prisión.
Al ser deportado a España, el barco en el que viajaba fue atacado por piratas,
pero logró sobrevivir. Tras ser liberado por falta de pruebas, dedicó los
siguientes once años de su vida a reclamar y rescatar su colección.
El
historiador Joaquín García Icazbalceta relató que el llamado “museo” de
Boturini quedó depositado en la
Secretaría del Virreinato, donde sufrió grave deterioro por
el abandono, la humedad, los ratones y los curiosos. Posteriormente, lo
que quedó fue enviado a la Real
y Pontificia Universidad de México, donde continuaron los extravíos. Parte de
la colección sobreviviente fue incorporada al Museo Nacional, mientras que
otros valiosos documentos terminaron dispersos en colecciones privadas y
bibliotecas extranjeras. Entre los grandes intelectuales que intentaron
rescatar y organizar ese legado destaca don Carlos María de Bustamante (c.
1774-1848), considerado el padre fundador de la historiografía de la patria. Su
labor fue decisiva para sistematizar una narrativa histórica con conciencia
nacional, a partir de fuentes indígenas, virreinales y documentos coloniales.
Por su parte, don José Fernando Ramírez (c. 1804-1871), otro de los más
ilustres historiadores del siglo XIX, reunió y clasificó múltiples documentos
fundacionales de nuestra historia, entre ellos el Nican Mopohua y el Nican
Motecpana. Su archivo personal llegó a ser una referencia insustituible para
los estudios guadalupanos. El manuscrito más antiguo del Nican Mopohua que hoy
se conserva en la Biblioteca
Pública de Nueva York forma parte de los llamados Monumentos
Guadalupanos. Esta copia fue adquirida por agentes del coleccionista James
Lenox en una subasta celebrada en Londres en 1880, dentro de los lotes 379 y
380 de la biblioteca de José Fernando Ramírez. La adquisición permitió que el
texto se preservara en condiciones óptimas y estuviera disponible para
estudiosos de todo el mundo.
El
Nican Mopohua, ha sido en la actualidad objeto de múltiples estudios
lingüísticos, teológicos e históricos. Su tránsito del manuscrito a la imprenta
en 1649 (a través de la
Huei Tlamahuiçoltica de Luis Laso de la Vega) y luego a bibliotecas
especializadas —como la de Nueva York— representa una travesía cultural que ha
permitido la preservación de una memoria indígena cristiana en contextos
académicos internacionales. Permítanme una disgregación, como dato
significativo, el eminente historiador Joaquín García Icazbalceta no dominaba
el náhuatl. A pesar de su reconocida erudición y acceso a numerosos archivos virreinales,
esta limitación lingüística le impidió leer directamente el Nican Mopohua en su
idioma original, lo que probablemente influyó en su escepticismo respecto a
ciertos aspectos del relato guadalupano que hasta entonces se transmitía
oralmente. Este
hecho subraya la importancia del conocimiento del náhuatl clásico para la
adecuada valoración de los testimonios indígenas y para una historiografía más
completa y veraz del México novohispano. La primera traducción completa del
Nican Mopohua al español se realizó hacia finales del siglo XVIII de forma
anónima, aunque esta versión no tuvo una amplia difusión. No fue sino hasta
1926 que el texto se publicó por primera vez de forma íntegra y bilingüe,
gracias al trabajo del padre Primo Feliciano Velázquez. Esta edición marcó un
parteaguas en el rescate del Nican Mopohua, que hasta entonces había
permanecido prácticamente en el anonimato, a pesar de su riqueza histórica,
lingüística y teológica.
Ha
sido apenas en las primeras décadas del siglo XXI que el Nican Mopohua ha
recibido un renovado impulso académico, teológico y pastoral, gracias al
trabajo riguroso de investigadores como el doctor Miguel León-Portilla y el
Padre Dr. Eduardo Chávez. El primero, con su emblemática obra “Tonantzin
Guadalupe. Pensamiento náhuatl y mensaje cristiano en el Nican Mopohua”, ha
revelado la riqueza lingüística y simbólica del texto desde una perspectiva
indígena iluminada por la fe cristiana. El segundo, con su libro “Nican
Mopohua. Análisis y reflexión”, ha profundizado en la estructura histórica y
literaria, la teología del acontecimiento guadalupano y la dimensión
evangelizadora del relato. Ambos autores han contribuido decisivamente a
rescatar este tesoro documental de las márgenes del olvido, proyectándolo hacia
los ámbitos académico, eclesial y popular, donde ha sido redescubierto como una
fuente primaria de fe, identidad y reconciliación para México y América. Para
emprender un análisis exhaustivo de tan importante documento, es indispensable
comenzar por su contexto histórico, lingüístico, eclesial y cultural, a fin de
superar los prejuicios contemporáneos que lo reducen a una invención o
construcción ideológica del periodo virreinal. Tales interpretaciones suelen
ignorar tanto las fuentes documentales y testimoniales de los siglos XVI al
XVIII como la continuidad de la fe viva del pueblo mexicano, que ha custodiado
este relato como un don sobrenatural y un signo de esperanza. Estudiar el Nican
Mopohua es, por tanto, recuperar nuestra memoria histórica. Sin ella, las
apariciones de Santa María de Guadalupe pierden no solo su sentido
trascendente, sino también su fuerza unificadora como acontecimiento
fundacional de una identidad mestiza. Este relato, nacido del encuentro
providencial entre el Evangelio y la cultura indígena, sigue siendo hoy fuente
de evangelización, de reconciliación y de unidad para México y para el mundo.
En
este contexto, es importante señalar que actualmente se está orquestando desde
ciertos sectores una ideología política que pretende imponer una visión
distorsionada del pasado: se nos quiere convencer de que el mundo indígena fue
radicalmente sometido y aún necesita ser liberado de supuestos colonialismos
ideológicos. Sin embargo, esta narrativa ignora —y a menudo deliberadamente
oculta— que fue precisamente el Evangelio, en su inculturación más profunda a
través del Acontecimiento Guadalupano, el que ofreció una verdadera liberación
interior, espiritual y cultural a nuestros pueblos originarios. Santa María de
Guadalupe no vino a destruir, sino a asumir, sanar y transformar. El mensaje
guadalupano, acogido libremente por figuras como san Juan Diego, don Antonio
Valeriano y millones de indígenas a partir de 1531, constituye un testimonio
luminoso de reconciliación entre dos mundos. Frente a las ideologías sin
fundamento, la respuesta no es la confrontación ideológica, sino la verdad
histórica, el discernimiento crítico y la vivencia coherente de nuestra fe y
herencia mestiza. En un próximo artículo dedicaré especial atención a la figura
de Don Antonio Valeriano, uno de los más notables sabios indígenas del siglo
XVI y protagonista central en la transmisión del Nican Mopohua. Profundizaré en
su formación humanista en el ilustre Colegio de la Santa Cruz de
Tlatelolco, primera institución de educación superior en América destinada a
los hijos de la nobleza indígena, donde recibió una sólida enseñanza en latín,
retórica, filosofía y teología, además de perfeccionar el dominio del náhuatl y
del español. A partir de los aportes de investigadores contemporáneos —como
Miguel León-Portilla, Dra. María Castañeda y el Dr. Eduardo Chávez—, se buscará
reconstruir su linaje, el entorno intelectual y espiritual que forjó a
Valeriano como puente entre dos mundos: el indígena y el cristiano.
El
Nican Mopohua es el documento histórico, más antiguo, en el que se relata las
Apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe a San Juan Diego, ocurridas del 9 al
12 de diciembre de 1531. Es un relato escrito originalmente en lengua náhuatl y
que inicia así: "Aquí se cuenta se ordena como hace poco milagrosamente se
apareció la Perfecta
Virgen Santa María, Madre de Dios, nuestra Reina; allá en el
Tepeyac, de renombre Guadalupe". Su autor es Don Antonio Valeriano que
recibió el relato de San Juan Diego.
El
Nican Mopohua es el texto más antiguo sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe. El
Nican Mopohua cuenta que Juan Diego fue testigo de las apariciones de la Virgen de Guadalupe en el
cerro del Tepeyac. El Nican Mopohua, que significa “Aquí se narra”, es el texto
más antiguo sobre la historia de las apariciones de la Virgen de Guadalupe en el
Tepeyac en diciembre de 1531. Fue escrito en náhuatl, pero con caracteres
latinos, de acuerdo a la fonética del idioma indígena, por Antonio Valeriano. Nican
Mopohua. Aquí se narra se ordena, cómo hace poco, milagrosamente se apareció la
perfecta Virgen Santa María madre de Dios, nuestra Reina, allá en el Tepeyac,
de renombre Guadalupe. Primero se hizo ver de un indito, su nombre Juan Diego;
y después se apareció su preciosa imagen delante del reciente obispo don fray
Juan de Zumárraga. (…) Diez años después de conquistada la Ciudad de México, cuando ya
estaban depuestas las flechas, los escudos, cuando por todas partes había paz
en los pueblos, así como brotó, ya verdece, ya abre su corola la fe, el
conocimiento de aquél por quien se vive: el verdadero Dios. En aquella sazón,
el año 1531, a
los pocos días del mes de Diciembre, sucedió que había un indito, un pobre
hombre del pueblo. Su nombre era Juan Diego, según se dice, vecino de
Cuauhtitlán, y en las cosas de Dios, en todo pertenecía a Tlatilolco. Era
sábado, muy de madrugada, venía en pos de Dios y de sus mandatos, y al llegar
cerca del Cerrito llamado Tepeyac ya amanecía. Oyó cantar sobre el cerrito,
como el canto de muchos pájaros finos; al cesar sus voces, como que les
respondía el cerro, sobremanera suaves, deleitosos, sus cantos sobrepujaban al
del coyoltototl y del tzinitzcan y al de otros pájaros finos. Se detuvo a ver
Juan Diego. Se dijo: ¿por ventura soy digno, soy merecedor de lo que oigo?
¿quizá nomás lo estoy soñando? ¿quizá solamente lo veo como entre sueños? ¿Dónde
estoy? ¿Dónde me veo? ¿Acaso allá donde dejaron dicho los antiguos nuestros
antepasados, nuestros abuelos: en la tierra de las flores, en la tierra del
maíz, de nuestra carne, de nuestro sustento; acaso en la tierra celestial?
Por; Jesús Hoyos Hernández//Nacional//Cine mexicano// Época de Oro del cine mexicano// Muisca//
Biografía del piporro
Eulalio
González Ramírez nació en Los Herrera, Nuevo León, el 16 de diciembre de 1923.
Actor característico del tipo cien por ciento norteño de México. En su niñez
viajó por varios estados del norte de la República en compañía de su familia, ya que su
padre era empleado de aduanas. Estudió contaduría y fue estenógrafo, pero sus
inclinaciones artísticas lo llevaron a imitar cantantes en la radiodifusora
XEMR de Monterrey.
Aún
era muy joven cuando llegó a la
Ciudad de México, con el propósito de ingresar como locutor a
la XEW, la cual
en su decir: “En aquel entonces era un castillo para todos los que habíamos
empezado en provincia” (A fin de cuentas, el Piporro y yo nos parecemos mucho:
Eulalio González. Primera parte. Por César Güemes, El Financiero, sección
cultura, 2 de noviembre, 1995. P. 47.)
Su
personaje El Piporro fue creado para la serie radiofónica Ahí viene Martín
Corona (1948), transmitido por la
XEW y protagonizada por Pedro Infante. La serie fue todo un
éxito. El público gustó mucho de las aventuras del afamado Martín Corona y de
su escudero Piporro, viejo sesentón del norte de la República, a quien debía
caracterizar –el por aquél entonces veinteañero— Eulalio González.
Tanto
fue el éxito de la serie que Miguel Zacarías la llevó al cine: Ahí viene Martín
Corona (1951). Si bien en la radio Eulalio González era una ‘especie de padre
de crianza de Martín Corona’, según palabras del propio actor, la imagen del
joven no correspondía a la de aquél escudero, por lo que el maquillaje lo
convirtió en el viejo simpático y gruñón que el público había imaginado al
escucharlo por la XEW.
Poco
tiempo después, fue el propio Pedro Infante quien presentó al Piporro en el
Teatro Lírico para que la gente lo conociera tal y como era. Luego de esa
temporada, vinieron las presentaciones en otros teatros de revista y
actuaciones en el cine.
Como
actor cinematográfico, filmo cerca de 55 películas, 30 en papeles
secundarios y 25 como protagonista. Entre las más conocidas destacan Los santos
reyes (Dir. Rafael Baledón, 1958); La nave de los monstruos (Dir. Rogelio A.
González, 1959); El rey del tomate (Dir. Miguel M. Delgado, 1962) Los Tales por cuáles. Etc. y El Pocho
(Dir. Eulalio González Piporro, 1969); por la que obtuvo una Diosa de Plata.
También obtuvo un Ariel por Espaldas mojadas (1953).
Es
autor de cerca de 100 canciones tales como: El taconazo, Melitón el abusón,
Agustín Jaime, Chulas fronteras, El terror de la frontera y El ojo de vidrio,
cantadas y actuadas por él mismo con su estilo muy peculiar, que agradaba a
quienes en su momento las habían escuchado.
Eulalio
González, además, es autor de guiones cinematográficos como El Pocho (Dir.
Eulalio González Piporro, 1969). De esta película se dijo: “la película que
Eulalio González Piporro produjo, escribió, actuó y dirigió, buscando más la
taquilla, que a algún crítico que se fijara en él como autor cinematográfico,
continúa, al menos por ahora recaudando pesos mexicanos…” (El Pocho o el café
con alma de blanco. Por José Carlos Méndez. Cineclub, Año 1, No. 2, enero de
1971. P.P. 46-47)
También
como guionista, El Piporro escribio muchas películas que él mismo interpreto, como es el caso de El macho (Dir. Rafael Villaseñor, 1987), una
sátira contra el machismo. Otras de sus historias, que ha escrito para la
pantalla grande esperan ser producidas. Tal es el caso de los guiones: La
barriada y El hombre del acordeón. (¡Ajúa, Pues! Piporro escribe guiones. Desea
devolver la comedia a nuestro cine. Por Tricia Becerril. El Sol de México,
sección de espectáculos, 10 de junio de 1987).
En
1999 Eulalio González presentó su libro su Autobiografía …ajúa y anecdo…taconario,
donde según Carlos Monsiváis: “hay decenas o centenares de refranes que
invento. Yo creo que desde la
Edad Media, nadie había inventado tantos refranes como él.
Entre otros soportes, su humor requiere de la agilidad magnífica para, por así
decirlo, improvisar la tradición”. (Piporro, un gran improvisador de la
tradición: Monsiváis. Por Arturo García Hernández. La Jornada, sección cultura,
28 de marzo de 1999. P. 28).
Por
último, El Piporro sintetiza así su oficio como escritor de cine: “Un actor
cómico no debe reducirse a decir en el cine, teatro, radio o televisión, lo que
a otra persona se le ocurra escribir, sino participar en la confección de
argumentos y hasta de diálogos, para dar un punto de vista personal que se
ajuste más a la psicología del personaje por interpretar”. (El Santo Rey de la
pantalla grande. Por Jaime Ramírez. El Financiero, sección espectador, 21 de
noviembre, 1998. P. 48).
Por lo general el piporro personifico, a un rural un policía encubierto de la cordada, luchando por la justicia, siempre persiguiendo a cuatreros, roba-bancos y asesinos. El temple inquebrantable del actor con ética y la comicidad que siempre lo caracterizo.
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