Por; Jesús Hoyos Hernández//Nacional//Análisis//Política//Opinión//
Crónicas// México y la fe//
Nican Mopohua fuente
historiográfica del Acontecimiento Guadalupano.
En
el presente artículo se propone una relectura del Nican Mopohua como fuente
historiográfica fundamental para el estudio del Acontecimiento Guadalupano, con
el fin de valorar su aportación en la configuración de la identidad espiritual
y cultural del México novohispano. Lejos de reducirlo a un mero texto
devocional o alegórico, se busca reconocer en él un testimonio legítimo de la
memoria indígena, cuidadosamente escrito conforme a los hechos verificados con
los testigos Juan Diego y Fray Juan de Zumarraga por Antonio Valeriano,
conocedor tanto del náhuatl clásico como del pensamiento cristiano. Este
estudio se propone, además, contextualizar históricamente la transmisión del
texto desde sus orígenes manuscritos hasta su publicación impresa, señalando la
labor de sus custodios y editores, así como las distintas corrientes
interpretativas que lo han acompañado a lo largo de los siglos. A través
de un enfoque comparativo con las fuentes criollas del siglo XVII, como las
obras de Miguel Sánchez y Luis Laso de la Vega, se destaca la convergencia entre la
tradición oral indígena y el cristianismo barroco en la conformación del
relato guadalupano. De este modo, se reafirma el valor historiográfico del
Nican Mopohua no solo como documento literario, sino como un testimonio clave
para comprender el diálogo entre culturas que dio origen a una de las
devociones marianas más significativas de la cristiandad y a un símbolo central
de la identidad mexicana. Reflexionar
sobre el noble autor indígena Don Antonio Valeriano y los protagonistas del
Nican Mopohua —San Juan Diego Cuauhtlatoatzin, su tío Juan Bernardino, el
obispo Fray Juan de Zumárraga en relación con Santa María de Guadalupe— no es
un ejercicio anecdótico ni meramente literario, sino una vía privilegiada para
adentrarnos en las raíces espirituales, culturales e históricas más profundas
del pueblo mexicano. Esta obra, redactada originalmente en lengua náhuatl y
escrita en letras latinas entre los años 1545 y 1548, presenta una narrativa
extraordinaria del Acontecimiento Guadalupano con notable riqueza teológica,
estética, simbólica e histórica. En efecto, el texto ofrece datos precisos
sobre fechas, lugares y aconteceres —como la mañana del 9 de diciembre de 1531
en el cerro del Tepeyac, la sucesión de las apariciones hasta el 12 de
diciembre, el diálogo entre Juan Diego y el Obispo, la curación milagrosa de
Juan Bernardino, y la portentosa impregnación de la imagen sagrada en la tilma—
que no solo confieren verosimilitud al relato, sino que lo insertan con fuerza
documental en la historia del siglo XVI novohispano.
Antonio
Valeriano (c.1522–1605), fue discípulo del Colegio de la Santa Cruz de
Tlatelolco, donde recibió una formación intelectual excepcional. Dominaba la
lectura y escritura en náhuatl, español y latín, y se desempeñó como maestro,
traductor y funcionario indígena de alto nivel. Esta preparación trilingüe le
permitió redactar el Nican Mopohua en lengua náhuatl, pero utilizando
caracteres latinos, conforme a los métodos introducidos por los misioneros
franciscanos y humanistas. Esta singular combinación constituye un ejemplo
paradigmático del mestizaje cultural y espiritual que se gestaba en la Nueva España. Sin
embargo, durante los primeros tres siglos del periodo virreinal, la circulación
del Nican Mopohua se vio considerablemente limitada por factores sociolingüísticos
y educativos. La gran mayoría de la población —tanto indígena como española—
era analfabeta. Entre los indígenas que sabían leer y escribir, pocos dominaban
el español, mientras que, entre los escasos españoles letrados, muy pocos
comprendían el náhuatl. Esta barrera lingüística restringió severamente la
comprensión y difusión del texto. A medida que el idioma español fue
adquiriendo predominancia durante los siglos XVII y XVIII, y terminó por
consolidarse como lengua dominante en los ámbitos eclesiástico, jurídico y
educativo del siglo XIX, el Nican Mopohua permaneció resguardado en círculos
selectos, que supieron conservarlo con prudencia junto a otros documentos
fundamentales para la comprensión de la génesis del México virreinal. Esta transmisión
discreta y cuidadosa permitió que el texto sobreviviera a épocas de desinterés,
censura o desconocimiento, y que hoy se constituya como una fuente invaluable
para la reconstrucción de nuestra memoria histórica y espiritual.
El
Nican Mopohua junto con otros códices, crónicas, anales y documentos históricos
fueron cuidadosamente preservados por figuras clave de los siglos XVI al XX
como don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (c. 1578-1650), descendiente de la
nobleza texcocana, discípulo y colega del sabio indígena don Antonio Valeriano.
Ixtlilxóchitl los conservó junto con otro valioso escrito complementario de su
autoría, el Nican Motecpana, que recoge una serie de milagros atribuidos a
Santa María de Guadalupe. Ambos documentos pasaron posteriormente a manos de
Luis Becerra Tanco, prolífico escritor, políglota —dominaba siete lenguas— y
ferviente defensor guadalupanista, quien da testimonio explícito de haber
tenido acceso directo al manuscrito original del Nican Mopohua, que había
pertenecido a Fernando de Alva Ixtlilxóchitl. En
1649, Luis Laso de la Vega,
entonces capellán del santuario del Tepeyac realizó la primera publicación
impresa del Nican Mopohua, incluyéndolo como parte central de su obra titulada
Huei Tlamahuiçoltica (“Gran suceso milagroso”). Este hecho constituyó un hito
significativo en la historia del Acontecimiento Guadalupano, ya que marcó el
paso del texto desde el ámbito manuscrito y de circulación limitada, al mundo
tipográfico, permitiendo así su conservación, multiplicación y difusión formal. Es
importante subrayar que esta edición no fue una traducción al español, sino que
conservó el idioma náhuatl. Esto significó que el texto seguía siendo accesible
únicamente para quienes dominaban la lengua autóctona y contaban con formación
alfabética, un perfil restringido en la sociedad novohispana del siglo XVII,
compuesto principalmente por algunos miembros del clero, traductores indígenas
y letrados instruidos en colegios como el de Tlatelolco.
Sin
embargo, al pasar el texto del manuscrito a la impresión tipográfica, se logró
una mayor estandarización, estabilidad textual y mayor posibilidad de
circulación y conservación íntegra del texto, facilitando la lectura incluso
para personas que sabían náhuatl con formación limitada. Este cambio permitió
que el Nican Mopohua comenzara a adquirir estatus de fuente patrimonial. Un
año antes, en 1648, se publicó también otra obra fundamental en la
configuración temprana de la devoción guadalupana: Imagen de la Virgen María Madre de
Dios de Guadalupe milagrosamente aparecida en la ciudad de México, escrita por
el sacerdote Miguel Sánchez, quien es considerado uno de los "cuatro
grandes guadalupanistas del siglo XVII". Sánchez no sólo aportó una
primera interpretación teológica del Acontecimiento Guadalupano desde el marco
de la Sagrada
Escritura —comparando a Santa María de Guadalupe con la
"Mujer vestida de sol" del Apocalipsis (Ap 12,1)—, sino que también
dotó al acontecimiento de una narrativa providencial que lo insertaba en la
historia de la salvación. Su obra, escrita en español y destinada al público
culto y criollo, gozó de amplia difusión y fue determinante para consolidar el
carácter sagrado del Tepeyac y su significación religiosa dentro del mundo
novohispano.
Aunque
Luis Laso de la Vega
y Miguel Sánchez trabajaron de manera independiente y desde enfoques distintos,
sus publicaciones casi coinciden cronológicamente y se complementan
discursivamente: mientras Sánchez ofrecía una visión teológica y apologética,
presentándolo como una intervención providencial de la Virgen María que
inauguraba la evangelización de América. Su obra Imagen de la Virgen María, madre
de Dios de Guadalupe (1648) es considerada la primera sistematización doctrinal
escrita en español que conecta el relato guadalupano con la tradición cristiana
y con el plan salvífico universal, insertándolo plenamente en la historia
sagrada. Por otro lado, Luis Laso de la
Vega rescataba y difundía una tradición indígena genuina; su
publicación íntegra del Nican Mopohua representa una expresión de la memoria
oral indígena, escrita desde una sensibilidad cultural propia de los pueblos
originarios. Al preservar por escrito Antonio Valeriano el idioma náhuatl y
estructurar el relato con formas retóricas mesoamericanas, dio voz a la
comunidad indígena. Esta voz viva del pueblo no solo persistió con fuerza
durante la época virreinal, sino que continuó resonando vigorosamente a lo
largo del siglo XIX y aún perdura hasta nuestros días, proyectándose con fuerza
y devoción hacia el futuro como parte esencial del alma espiritual y cultural
de México. Ambas
obras, al converger en un mismo momento histórico, pero desde perspectivas
distintas, construyen una síntesis cultural y espiritual única: mientras
Sánchez representa el pensamiento teológico criollo, Laso de la Vega publica el testimonio
indígena, y juntos contribuyen a forjar junto con la tradición oral una
espiritualidad mariana que será compartida por criollos, mestizos e indígenas a
lo largo de la historia novohispana. Con el paso del tiempo, especialmente a
partir del siglo XIX, la composición demográfica y cultural de México
experimentó una transformación significativa: el pueblo, que durante la época
virreinal fue mayoritariamente indígena, pasó a ser predominantemente mestizo,
producto de una compleja interacción étnica, lingüística, religiosa y cultural.
Esta evolución no diluyó el mensaje guadalupano; por el contrario, la tilma, el
relato y transmisión oral de las apariciones fue asimilado por el mestizaje
como un símbolo de identidad espiritual y nacional. La Virgen de Guadalupe se
convirtió en madre común de un pueblo en transformación, expresión de una fe
católica encarnada en un cuerpo social multiétnico, pero unificado en torno a
una devoción profundamente arraigada.
Así,
tanto la teología criolla como la tradición indígena —recogidas por Sánchez y
Laso de la Vega
respectivamente— se integraron en el alma del México mestizo, dando origen a
una de las manifestaciones religiosas y culturales más duraderas y
significativas del continente. Ambos autores, en contextos paralelos pero
convergentes, inauguraron el corpus literario guadalupano impreso, que sería
ampliado posteriormente por otras figuras como Carlos de Sigüenza y Góngora,
quien publica en 1668 su obra “Primavera indiana”, inspirado en la Virgen de Guadalupe, dando
lugar a una rica tradición documental que ha llegado hasta nuestros días.
Reconociendo en el Nican Mopohua y el Nican Motecpana su relevancia documental
y teológica, Carlos de Sigüenza y Góngora tuvo a bien depositar estos
manuscritos, junto con su colección de códices y documentos de Fernando de Alva
Ixtlilxóchitl, Chimalpáin, las crónicas de Alvarado Tezozómoc, la Crónica de Tlaxcala y
otros tesoros que aún conservaba, en el Colegio de San Pedro y San Pablo,
administrado entonces por la
Compañía de Jesús. Fue allí donde, ya en el siglo XVIII, el
insigne historiador y anticuario italiano Lorenzo Boturini Benaducci
redescubrió el texto durante sus investigaciones sobre la historia sagrada y
civil de la Nueva
España. Impresionado por su contenido y su valor como fuente
primaria, lo incorporó a su monumental acervo documental, el cual serviría como
base para su célebre obra Idea de una nueva historia general de la América
septentrional. Retomaremos más adelante el destino de esta valiosa
colección y su impacto en la historiografía novohispana y nacional. Luis
Becerra Tanco, en 1675 tradujo y citó varios pasajes del Nican Mopohua en su
obra Felicidad de México, en la que lo utilizó como fuente central para
sustentar la historicidad del Acontecimiento Guadalupano. A
esta tradición intelectual se sumó Francisco de Florencia, S.J., uno de los más
importantes jesuitas e historiadores novohispanos del siglo XVII. En su obra La Estrella del Norte de
México (1688), Florencia defendió la autenticidad del Acontecimiento
Guadalupano, recogiendo testimonios antiguos, datos históricos y tradiciones
orales que circulaban entre indígenas y clérigos. Aunque no publicó
directamente el Nican Mopohua, Florencia conocía la obra y la citó como fuente
fidedigna, reforzando su valor testimonial y vinculándola con la tradición viva
que perduraba en el santuario del Tepeyac. Su formación como jesuita y su
cercanía a fuentes documentales hacen de su testimonio uno de los más sólidos
dentro de la historiografía guadalupana del periodo barroco.
Lorenzo
Boturini Benaducci, historiador y anticuario italiano, llegó a la Nueva España en 1736,
movido por un profundo deseo de investigar las apariciones de Santa María de
Guadalupe. A su arribo, constató que la devoción guadalupana se basaba sobre
todo en la transmisión oral y en la veneracion de la tilma de Juan Diego, sin
conocerse con certeza documentos que acreditaran históricamente el
acontecimiento, como el Nican Mopohua o el Nican Motecpana. En 1737, una
epidemia devastadora azotó el valle de México. El pueblo, en su angustia,
acudió con fe al auxilio de la
Virgen de Guadalupe. Al ceder la peste, la devoción popular
se afianzó aún más, tanto en la población como en el propio Boturini, quien
redobló sus esfuerzos por encontrar testimonios escritos. Durante más de dos
años recorrió archivos, iglesias y pueblos indígenas, hasta que logró reunir
una invaluable colección de documentos, entre ellos los ya mencionados Nican
Mopohua, Nican Motecpana y diversos códices indígenas, fundamentales para
conocer la historia de los pueblos originarios y su experiencia religiosa. Movido
por su fervor mariano, Boturini emprendió una colecta pública para organizar
una coronación pontificia de la
Virgen de Guadalupe. Sin embargo, fue acusado por el nuevo
virrey, Pedro de Cebrián y Agustín, conde de Fuenclara, de actuar sin
autorización del rey y de portar bulas papales no registradas. En 1743, fue
arrestado, su colección fue confiscada y él mismo pasó nueve meses en prisión.
Al ser deportado a España, el barco en el que viajaba fue atacado por piratas,
pero logró sobrevivir. Tras ser liberado por falta de pruebas, dedicó los
siguientes once años de su vida a reclamar y rescatar su colección.
El
historiador Joaquín García Icazbalceta relató que el llamado “museo” de
Boturini quedó depositado en la
Secretaría del Virreinato, donde sufrió grave deterioro por
el abandono, la humedad, los ratones y los curiosos. Posteriormente, lo
que quedó fue enviado a la Real
y Pontificia Universidad de México, donde continuaron los extravíos. Parte de
la colección sobreviviente fue incorporada al Museo Nacional, mientras que
otros valiosos documentos terminaron dispersos en colecciones privadas y
bibliotecas extranjeras. Entre los grandes intelectuales que intentaron
rescatar y organizar ese legado destaca don Carlos María de Bustamante (c.
1774-1848), considerado el padre fundador de la historiografía de la patria. Su
labor fue decisiva para sistematizar una narrativa histórica con conciencia
nacional, a partir de fuentes indígenas, virreinales y documentos coloniales.
Por su parte, don José Fernando Ramírez (c. 1804-1871), otro de los más
ilustres historiadores del siglo XIX, reunió y clasificó múltiples documentos
fundacionales de nuestra historia, entre ellos el Nican Mopohua y el Nican
Motecpana. Su archivo personal llegó a ser una referencia insustituible para
los estudios guadalupanos. El manuscrito más antiguo del Nican Mopohua que hoy
se conserva en la Biblioteca
Pública de Nueva York forma parte de los llamados Monumentos
Guadalupanos. Esta copia fue adquirida por agentes del coleccionista James
Lenox en una subasta celebrada en Londres en 1880, dentro de los lotes 379 y
380 de la biblioteca de José Fernando Ramírez. La adquisición permitió que el
texto se preservara en condiciones óptimas y estuviera disponible para
estudiosos de todo el mundo.
El
Nican Mopohua, ha sido en la actualidad objeto de múltiples estudios
lingüísticos, teológicos e históricos. Su tránsito del manuscrito a la imprenta
en 1649 (a través de la
Huei Tlamahuiçoltica de Luis Laso de la Vega) y luego a bibliotecas
especializadas —como la de Nueva York— representa una travesía cultural que ha
permitido la preservación de una memoria indígena cristiana en contextos
académicos internacionales. Permítanme una disgregación, como dato
significativo, el eminente historiador Joaquín García Icazbalceta no dominaba
el náhuatl. A pesar de su reconocida erudición y acceso a numerosos archivos virreinales,
esta limitación lingüística le impidió leer directamente el Nican Mopohua en su
idioma original, lo que probablemente influyó en su escepticismo respecto a
ciertos aspectos del relato guadalupano que hasta entonces se transmitía
oralmente. Este
hecho subraya la importancia del conocimiento del náhuatl clásico para la
adecuada valoración de los testimonios indígenas y para una historiografía más
completa y veraz del México novohispano. La primera traducción completa del
Nican Mopohua al español se realizó hacia finales del siglo XVIII de forma
anónima, aunque esta versión no tuvo una amplia difusión. No fue sino hasta
1926 que el texto se publicó por primera vez de forma íntegra y bilingüe,
gracias al trabajo del padre Primo Feliciano Velázquez. Esta edición marcó un
parteaguas en el rescate del Nican Mopohua, que hasta entonces había
permanecido prácticamente en el anonimato, a pesar de su riqueza histórica,
lingüística y teológica.
Ha
sido apenas en las primeras décadas del siglo XXI que el Nican Mopohua ha
recibido un renovado impulso académico, teológico y pastoral, gracias al
trabajo riguroso de investigadores como el doctor Miguel León-Portilla y el
Padre Dr. Eduardo Chávez. El primero, con su emblemática obra “Tonantzin
Guadalupe. Pensamiento náhuatl y mensaje cristiano en el Nican Mopohua”, ha
revelado la riqueza lingüística y simbólica del texto desde una perspectiva
indígena iluminada por la fe cristiana. El segundo, con su libro “Nican
Mopohua. Análisis y reflexión”, ha profundizado en la estructura histórica y
literaria, la teología del acontecimiento guadalupano y la dimensión
evangelizadora del relato. Ambos autores han contribuido decisivamente a
rescatar este tesoro documental de las márgenes del olvido, proyectándolo hacia
los ámbitos académico, eclesial y popular, donde ha sido redescubierto como una
fuente primaria de fe, identidad y reconciliación para México y América. Para
emprender un análisis exhaustivo de tan importante documento, es indispensable
comenzar por su contexto histórico, lingüístico, eclesial y cultural, a fin de
superar los prejuicios contemporáneos que lo reducen a una invención o
construcción ideológica del periodo virreinal. Tales interpretaciones suelen
ignorar tanto las fuentes documentales y testimoniales de los siglos XVI al
XVIII como la continuidad de la fe viva del pueblo mexicano, que ha custodiado
este relato como un don sobrenatural y un signo de esperanza. Estudiar el Nican
Mopohua es, por tanto, recuperar nuestra memoria histórica. Sin ella, las
apariciones de Santa María de Guadalupe pierden no solo su sentido
trascendente, sino también su fuerza unificadora como acontecimiento
fundacional de una identidad mestiza. Este relato, nacido del encuentro
providencial entre el Evangelio y la cultura indígena, sigue siendo hoy fuente
de evangelización, de reconciliación y de unidad para México y para el mundo.
En
este contexto, es importante señalar que actualmente se está orquestando desde
ciertos sectores una ideología política que pretende imponer una visión
distorsionada del pasado: se nos quiere convencer de que el mundo indígena fue
radicalmente sometido y aún necesita ser liberado de supuestos colonialismos
ideológicos. Sin embargo, esta narrativa ignora —y a menudo deliberadamente
oculta— que fue precisamente el Evangelio, en su inculturación más profunda a
través del Acontecimiento Guadalupano, el que ofreció una verdadera liberación
interior, espiritual y cultural a nuestros pueblos originarios. Santa María de
Guadalupe no vino a destruir, sino a asumir, sanar y transformar. El mensaje
guadalupano, acogido libremente por figuras como san Juan Diego, don Antonio
Valeriano y millones de indígenas a partir de 1531, constituye un testimonio
luminoso de reconciliación entre dos mundos. Frente a las ideologías sin
fundamento, la respuesta no es la confrontación ideológica, sino la verdad
histórica, el discernimiento crítico y la vivencia coherente de nuestra fe y
herencia mestiza. En un próximo artículo dedicaré especial atención a la figura
de Don Antonio Valeriano, uno de los más notables sabios indígenas del siglo
XVI y protagonista central en la transmisión del Nican Mopohua. Profundizaré en
su formación humanista en el ilustre Colegio de la Santa Cruz de
Tlatelolco, primera institución de educación superior en América destinada a
los hijos de la nobleza indígena, donde recibió una sólida enseñanza en latín,
retórica, filosofía y teología, además de perfeccionar el dominio del náhuatl y
del español. A partir de los aportes de investigadores contemporáneos —como
Miguel León-Portilla, Dra. María Castañeda y el Dr. Eduardo Chávez—, se buscará
reconstruir su linaje, el entorno intelectual y espiritual que forjó a
Valeriano como puente entre dos mundos: el indígena y el cristiano.
El
Nican Mopohua es el documento histórico, más antiguo, en el que se relata las
Apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe a San Juan Diego, ocurridas del 9 al
12 de diciembre de 1531. Es un relato escrito originalmente en lengua náhuatl y
que inicia así: "Aquí se cuenta se ordena como hace poco milagrosamente se
apareció la Perfecta
Virgen Santa María, Madre de Dios, nuestra Reina; allá en el
Tepeyac, de renombre Guadalupe". Su autor es Don Antonio Valeriano que
recibió el relato de San Juan Diego.
El
Nican Mopohua es el texto más antiguo sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe. El
Nican Mopohua cuenta que Juan Diego fue testigo de las apariciones de la Virgen de Guadalupe en el
cerro del Tepeyac. El Nican Mopohua, que significa “Aquí se narra”, es el texto
más antiguo sobre la historia de las apariciones de la Virgen de Guadalupe en el
Tepeyac en diciembre de 1531. Fue escrito en náhuatl, pero con caracteres
latinos, de acuerdo a la fonética del idioma indígena, por Antonio Valeriano. Nican
Mopohua. Aquí se narra se ordena, cómo hace poco, milagrosamente se apareció la
perfecta Virgen Santa María madre de Dios, nuestra Reina, allá en el Tepeyac,
de renombre Guadalupe. Primero se hizo ver de un indito, su nombre Juan Diego;
y después se apareció su preciosa imagen delante del reciente obispo don fray
Juan de Zumárraga. (…) Diez años después de conquistada la Ciudad de México, cuando ya
estaban depuestas las flechas, los escudos, cuando por todas partes había paz
en los pueblos, así como brotó, ya verdece, ya abre su corola la fe, el
conocimiento de aquél por quien se vive: el verdadero Dios. En aquella sazón,
el año 1531, a
los pocos días del mes de Diciembre, sucedió que había un indito, un pobre
hombre del pueblo. Su nombre era Juan Diego, según se dice, vecino de
Cuauhtitlán, y en las cosas de Dios, en todo pertenecía a Tlatilolco. Era
sábado, muy de madrugada, venía en pos de Dios y de sus mandatos, y al llegar
cerca del Cerrito llamado Tepeyac ya amanecía. Oyó cantar sobre el cerrito,
como el canto de muchos pájaros finos; al cesar sus voces, como que les
respondía el cerro, sobremanera suaves, deleitosos, sus cantos sobrepujaban al
del coyoltototl y del tzinitzcan y al de otros pájaros finos. Se detuvo a ver
Juan Diego. Se dijo: ¿por ventura soy digno, soy merecedor de lo que oigo?
¿quizá nomás lo estoy soñando? ¿quizá solamente lo veo como entre sueños? ¿Dónde
estoy? ¿Dónde me veo? ¿Acaso allá donde dejaron dicho los antiguos nuestros
antepasados, nuestros abuelos: en la tierra de las flores, en la tierra del
maíz, de nuestra carne, de nuestro sustento; acaso en la tierra celestial?
Nican Mopohua fuente historiográfica del Acontecimiento Guadalupano.
En el presente artículo se propone una relectura del Nican Mopohua como fuente historiográfica fundamental para el estudio del Acontecimiento Guadalupano, con el fin de valorar su aportación en la configuración de la identidad espiritual y cultural del México novohispano. Lejos de reducirlo a un mero texto devocional o alegórico, se busca reconocer en él un testimonio legítimo de la memoria indígena, cuidadosamente escrito conforme a los hechos verificados con los testigos Juan Diego y Fray Juan de Zumarraga por Antonio Valeriano, conocedor tanto del náhuatl clásico como del pensamiento cristiano. Este estudio se propone, además, contextualizar históricamente la transmisión del texto desde sus orígenes manuscritos hasta su publicación impresa, señalando la labor de sus custodios y editores, así como las distintas corrientes interpretativas que lo han acompañado a lo largo de los siglos. A través de un enfoque comparativo con las fuentes criollas del siglo XVII, como las obras de Miguel Sánchez y Luis Laso de la Vega, se destaca la convergencia entre la tradición oral indígena y el cristianismo barroco en la conformación del relato guadalupano. De este modo, se reafirma el valor historiográfico del Nican Mopohua no solo como documento literario, sino como un testimonio clave para comprender el diálogo entre culturas que dio origen a una de las devociones marianas más significativas de la cristiandad y a un símbolo central de la identidad mexicana. Reflexionar sobre el noble autor indígena Don Antonio Valeriano y los protagonistas del Nican Mopohua —San Juan Diego Cuauhtlatoatzin, su tío Juan Bernardino, el obispo Fray Juan de Zumárraga en relación con Santa María de Guadalupe— no es un ejercicio anecdótico ni meramente literario, sino una vía privilegiada para adentrarnos en las raíces espirituales, culturales e históricas más profundas del pueblo mexicano. Esta obra, redactada originalmente en lengua náhuatl y escrita en letras latinas entre los años 1545 y 1548, presenta una narrativa extraordinaria del Acontecimiento Guadalupano con notable riqueza teológica, estética, simbólica e histórica. En efecto, el texto ofrece datos precisos sobre fechas, lugares y aconteceres —como la mañana del 9 de diciembre de 1531 en el cerro del Tepeyac, la sucesión de las apariciones hasta el 12 de diciembre, el diálogo entre Juan Diego y el Obispo, la curación milagrosa de Juan Bernardino, y la portentosa impregnación de la imagen sagrada en la tilma— que no solo confieren verosimilitud al relato, sino que lo insertan con fuerza documental en la historia del siglo XVI novohispano.
Antonio Valeriano (c.1522–1605), fue discípulo del Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, donde recibió una formación intelectual excepcional. Dominaba la lectura y escritura en náhuatl, español y latín, y se desempeñó como maestro, traductor y funcionario indígena de alto nivel. Esta preparación trilingüe le permitió redactar el Nican Mopohua en lengua náhuatl, pero utilizando caracteres latinos, conforme a los métodos introducidos por los misioneros franciscanos y humanistas. Esta singular combinación constituye un ejemplo paradigmático del mestizaje cultural y espiritual que se gestaba en la Nueva España. Sin embargo, durante los primeros tres siglos del periodo virreinal, la circulación del Nican Mopohua se vio considerablemente limitada por factores sociolingüísticos y educativos. La gran mayoría de la población —tanto indígena como española— era analfabeta. Entre los indígenas que sabían leer y escribir, pocos dominaban el español, mientras que, entre los escasos españoles letrados, muy pocos comprendían el náhuatl. Esta barrera lingüística restringió severamente la comprensión y difusión del texto. A medida que el idioma español fue adquiriendo predominancia durante los siglos XVII y XVIII, y terminó por consolidarse como lengua dominante en los ámbitos eclesiástico, jurídico y educativo del siglo XIX, el Nican Mopohua permaneció resguardado en círculos selectos, que supieron conservarlo con prudencia junto a otros documentos fundamentales para la comprensión de la génesis del México virreinal. Esta transmisión discreta y cuidadosa permitió que el texto sobreviviera a épocas de desinterés, censura o desconocimiento, y que hoy se constituya como una fuente invaluable para la reconstrucción de nuestra memoria histórica y espiritual.
El Nican Mopohua junto con otros códices, crónicas, anales y documentos históricos fueron cuidadosamente preservados por figuras clave de los siglos XVI al XX como don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (c. 1578-1650), descendiente de la nobleza texcocana, discípulo y colega del sabio indígena don Antonio Valeriano. Ixtlilxóchitl los conservó junto con otro valioso escrito complementario de su autoría, el Nican Motecpana, que recoge una serie de milagros atribuidos a Santa María de Guadalupe. Ambos documentos pasaron posteriormente a manos de Luis Becerra Tanco, prolífico escritor, políglota —dominaba siete lenguas— y ferviente defensor guadalupanista, quien da testimonio explícito de haber tenido acceso directo al manuscrito original del Nican Mopohua, que había pertenecido a Fernando de Alva Ixtlilxóchitl. En 1649, Luis Laso de la Vega, entonces capellán del santuario del Tepeyac realizó la primera publicación impresa del Nican Mopohua, incluyéndolo como parte central de su obra titulada Huei Tlamahuiçoltica (“Gran suceso milagroso”). Este hecho constituyó un hito significativo en la historia del Acontecimiento Guadalupano, ya que marcó el paso del texto desde el ámbito manuscrito y de circulación limitada, al mundo tipográfico, permitiendo así su conservación, multiplicación y difusión formal. Es importante subrayar que esta edición no fue una traducción al español, sino que conservó el idioma náhuatl. Esto significó que el texto seguía siendo accesible únicamente para quienes dominaban la lengua autóctona y contaban con formación alfabética, un perfil restringido en la sociedad novohispana del siglo XVII, compuesto principalmente por algunos miembros del clero, traductores indígenas y letrados instruidos en colegios como el de Tlatelolco.
Sin embargo, al pasar el texto del manuscrito a la impresión tipográfica, se logró una mayor estandarización, estabilidad textual y mayor posibilidad de circulación y conservación íntegra del texto, facilitando la lectura incluso para personas que sabían náhuatl con formación limitada. Este cambio permitió que el Nican Mopohua comenzara a adquirir estatus de fuente patrimonial. Un año antes, en 1648, se publicó también otra obra fundamental en la configuración temprana de la devoción guadalupana: Imagen de la Virgen María Madre de Dios de Guadalupe milagrosamente aparecida en la ciudad de México, escrita por el sacerdote Miguel Sánchez, quien es considerado uno de los "cuatro grandes guadalupanistas del siglo XVII". Sánchez no sólo aportó una primera interpretación teológica del Acontecimiento Guadalupano desde el marco de la Sagrada Escritura —comparando a Santa María de Guadalupe con la "Mujer vestida de sol" del Apocalipsis (Ap 12,1)—, sino que también dotó al acontecimiento de una narrativa providencial que lo insertaba en la historia de la salvación. Su obra, escrita en español y destinada al público culto y criollo, gozó de amplia difusión y fue determinante para consolidar el carácter sagrado del Tepeyac y su significación religiosa dentro del mundo novohispano.
Aunque Luis Laso de la Vega y Miguel Sánchez trabajaron de manera independiente y desde enfoques distintos, sus publicaciones casi coinciden cronológicamente y se complementan discursivamente: mientras Sánchez ofrecía una visión teológica y apologética, presentándolo como una intervención providencial de la Virgen María que inauguraba la evangelización de América. Su obra Imagen de la Virgen María, madre de Dios de Guadalupe (1648) es considerada la primera sistematización doctrinal escrita en español que conecta el relato guadalupano con la tradición cristiana y con el plan salvífico universal, insertándolo plenamente en la historia sagrada. Por otro lado, Luis Laso de la Vega rescataba y difundía una tradición indígena genuina; su publicación íntegra del Nican Mopohua representa una expresión de la memoria oral indígena, escrita desde una sensibilidad cultural propia de los pueblos originarios. Al preservar por escrito Antonio Valeriano el idioma náhuatl y estructurar el relato con formas retóricas mesoamericanas, dio voz a la comunidad indígena. Esta voz viva del pueblo no solo persistió con fuerza durante la época virreinal, sino que continuó resonando vigorosamente a lo largo del siglo XIX y aún perdura hasta nuestros días, proyectándose con fuerza y devoción hacia el futuro como parte esencial del alma espiritual y cultural de México. Ambas obras, al converger en un mismo momento histórico, pero desde perspectivas distintas, construyen una síntesis cultural y espiritual única: mientras Sánchez representa el pensamiento teológico criollo, Laso de la Vega publica el testimonio indígena, y juntos contribuyen a forjar junto con la tradición oral una espiritualidad mariana que será compartida por criollos, mestizos e indígenas a lo largo de la historia novohispana. Con el paso del tiempo, especialmente a partir del siglo XIX, la composición demográfica y cultural de México experimentó una transformación significativa: el pueblo, que durante la época virreinal fue mayoritariamente indígena, pasó a ser predominantemente mestizo, producto de una compleja interacción étnica, lingüística, religiosa y cultural. Esta evolución no diluyó el mensaje guadalupano; por el contrario, la tilma, el relato y transmisión oral de las apariciones fue asimilado por el mestizaje como un símbolo de identidad espiritual y nacional. La Virgen de Guadalupe se convirtió en madre común de un pueblo en transformación, expresión de una fe católica encarnada en un cuerpo social multiétnico, pero unificado en torno a una devoción profundamente arraigada.
Así, tanto la teología criolla como la tradición indígena —recogidas por Sánchez y Laso de la Vega respectivamente— se integraron en el alma del México mestizo, dando origen a una de las manifestaciones religiosas y culturales más duraderas y significativas del continente. Ambos autores, en contextos paralelos pero convergentes, inauguraron el corpus literario guadalupano impreso, que sería ampliado posteriormente por otras figuras como Carlos de Sigüenza y Góngora, quien publica en 1668 su obra “Primavera indiana”, inspirado en la Virgen de Guadalupe, dando lugar a una rica tradición documental que ha llegado hasta nuestros días. Reconociendo en el Nican Mopohua y el Nican Motecpana su relevancia documental y teológica, Carlos de Sigüenza y Góngora tuvo a bien depositar estos manuscritos, junto con su colección de códices y documentos de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Chimalpáin, las crónicas de Alvarado Tezozómoc, la Crónica de Tlaxcala y otros tesoros que aún conservaba, en el Colegio de San Pedro y San Pablo, administrado entonces por la Compañía de Jesús. Fue allí donde, ya en el siglo XVIII, el insigne historiador y anticuario italiano Lorenzo Boturini Benaducci redescubrió el texto durante sus investigaciones sobre la historia sagrada y civil de la Nueva España. Impresionado por su contenido y su valor como fuente primaria, lo incorporó a su monumental acervo documental, el cual serviría como base para su célebre obra Idea de una nueva historia general de la América septentrional. Retomaremos más adelante el destino de esta valiosa colección y su impacto en la historiografía novohispana y nacional. Luis Becerra Tanco, en 1675 tradujo y citó varios pasajes del Nican Mopohua en su obra Felicidad de México, en la que lo utilizó como fuente central para sustentar la historicidad del Acontecimiento Guadalupano. A esta tradición intelectual se sumó Francisco de Florencia, S.J., uno de los más importantes jesuitas e historiadores novohispanos del siglo XVII. En su obra La Estrella del Norte de México (1688), Florencia defendió la autenticidad del Acontecimiento Guadalupano, recogiendo testimonios antiguos, datos históricos y tradiciones orales que circulaban entre indígenas y clérigos. Aunque no publicó directamente el Nican Mopohua, Florencia conocía la obra y la citó como fuente fidedigna, reforzando su valor testimonial y vinculándola con la tradición viva que perduraba en el santuario del Tepeyac. Su formación como jesuita y su cercanía a fuentes documentales hacen de su testimonio uno de los más sólidos dentro de la historiografía guadalupana del periodo barroco.
Lorenzo Boturini Benaducci, historiador y anticuario italiano, llegó a la Nueva España en 1736, movido por un profundo deseo de investigar las apariciones de Santa María de Guadalupe. A su arribo, constató que la devoción guadalupana se basaba sobre todo en la transmisión oral y en la veneracion de la tilma de Juan Diego, sin conocerse con certeza documentos que acreditaran históricamente el acontecimiento, como el Nican Mopohua o el Nican Motecpana. En 1737, una epidemia devastadora azotó el valle de México. El pueblo, en su angustia, acudió con fe al auxilio de la Virgen de Guadalupe. Al ceder la peste, la devoción popular se afianzó aún más, tanto en la población como en el propio Boturini, quien redobló sus esfuerzos por encontrar testimonios escritos. Durante más de dos años recorrió archivos, iglesias y pueblos indígenas, hasta que logró reunir una invaluable colección de documentos, entre ellos los ya mencionados Nican Mopohua, Nican Motecpana y diversos códices indígenas, fundamentales para conocer la historia de los pueblos originarios y su experiencia religiosa. Movido por su fervor mariano, Boturini emprendió una colecta pública para organizar una coronación pontificia de la Virgen de Guadalupe. Sin embargo, fue acusado por el nuevo virrey, Pedro de Cebrián y Agustín, conde de Fuenclara, de actuar sin autorización del rey y de portar bulas papales no registradas. En 1743, fue arrestado, su colección fue confiscada y él mismo pasó nueve meses en prisión. Al ser deportado a España, el barco en el que viajaba fue atacado por piratas, pero logró sobrevivir. Tras ser liberado por falta de pruebas, dedicó los siguientes once años de su vida a reclamar y rescatar su colección.
El historiador Joaquín García Icazbalceta relató que el llamado “museo” de Boturini quedó depositado en la Secretaría del Virreinato, donde sufrió grave deterioro por el abandono, la humedad, los ratones y los curiosos. Posteriormente, lo que quedó fue enviado a la Real y Pontificia Universidad de México, donde continuaron los extravíos. Parte de la colección sobreviviente fue incorporada al Museo Nacional, mientras que otros valiosos documentos terminaron dispersos en colecciones privadas y bibliotecas extranjeras. Entre los grandes intelectuales que intentaron rescatar y organizar ese legado destaca don Carlos María de Bustamante (c. 1774-1848), considerado el padre fundador de la historiografía de la patria. Su labor fue decisiva para sistematizar una narrativa histórica con conciencia nacional, a partir de fuentes indígenas, virreinales y documentos coloniales. Por su parte, don José Fernando Ramírez (c. 1804-1871), otro de los más ilustres historiadores del siglo XIX, reunió y clasificó múltiples documentos fundacionales de nuestra historia, entre ellos el Nican Mopohua y el Nican Motecpana. Su archivo personal llegó a ser una referencia insustituible para los estudios guadalupanos. El manuscrito más antiguo del Nican Mopohua que hoy se conserva en la Biblioteca Pública de Nueva York forma parte de los llamados Monumentos Guadalupanos. Esta copia fue adquirida por agentes del coleccionista James Lenox en una subasta celebrada en Londres en 1880, dentro de los lotes 379 y 380 de la biblioteca de José Fernando Ramírez. La adquisición permitió que el texto se preservara en condiciones óptimas y estuviera disponible para estudiosos de todo el mundo.
El Nican Mopohua, ha sido en la actualidad objeto de múltiples estudios lingüísticos, teológicos e históricos. Su tránsito del manuscrito a la imprenta en 1649 (a través de la Huei Tlamahuiçoltica de Luis Laso de la Vega) y luego a bibliotecas especializadas —como la de Nueva York— representa una travesía cultural que ha permitido la preservación de una memoria indígena cristiana en contextos académicos internacionales. Permítanme una disgregación, como dato significativo, el eminente historiador Joaquín García Icazbalceta no dominaba el náhuatl. A pesar de su reconocida erudición y acceso a numerosos archivos virreinales, esta limitación lingüística le impidió leer directamente el Nican Mopohua en su idioma original, lo que probablemente influyó en su escepticismo respecto a ciertos aspectos del relato guadalupano que hasta entonces se transmitía oralmente. Este hecho subraya la importancia del conocimiento del náhuatl clásico para la adecuada valoración de los testimonios indígenas y para una historiografía más completa y veraz del México novohispano. La primera traducción completa del Nican Mopohua al español se realizó hacia finales del siglo XVIII de forma anónima, aunque esta versión no tuvo una amplia difusión. No fue sino hasta 1926 que el texto se publicó por primera vez de forma íntegra y bilingüe, gracias al trabajo del padre Primo Feliciano Velázquez. Esta edición marcó un parteaguas en el rescate del Nican Mopohua, que hasta entonces había permanecido prácticamente en el anonimato, a pesar de su riqueza histórica, lingüística y teológica.
Ha sido apenas en las primeras décadas del siglo XXI que el Nican Mopohua ha recibido un renovado impulso académico, teológico y pastoral, gracias al trabajo riguroso de investigadores como el doctor Miguel León-Portilla y el Padre Dr. Eduardo Chávez. El primero, con su emblemática obra “Tonantzin Guadalupe. Pensamiento náhuatl y mensaje cristiano en el Nican Mopohua”, ha revelado la riqueza lingüística y simbólica del texto desde una perspectiva indígena iluminada por la fe cristiana. El segundo, con su libro “Nican Mopohua. Análisis y reflexión”, ha profundizado en la estructura histórica y literaria, la teología del acontecimiento guadalupano y la dimensión evangelizadora del relato. Ambos autores han contribuido decisivamente a rescatar este tesoro documental de las márgenes del olvido, proyectándolo hacia los ámbitos académico, eclesial y popular, donde ha sido redescubierto como una fuente primaria de fe, identidad y reconciliación para México y América. Para emprender un análisis exhaustivo de tan importante documento, es indispensable comenzar por su contexto histórico, lingüístico, eclesial y cultural, a fin de superar los prejuicios contemporáneos que lo reducen a una invención o construcción ideológica del periodo virreinal. Tales interpretaciones suelen ignorar tanto las fuentes documentales y testimoniales de los siglos XVI al XVIII como la continuidad de la fe viva del pueblo mexicano, que ha custodiado este relato como un don sobrenatural y un signo de esperanza. Estudiar el Nican Mopohua es, por tanto, recuperar nuestra memoria histórica. Sin ella, las apariciones de Santa María de Guadalupe pierden no solo su sentido trascendente, sino también su fuerza unificadora como acontecimiento fundacional de una identidad mestiza. Este relato, nacido del encuentro providencial entre el Evangelio y la cultura indígena, sigue siendo hoy fuente de evangelización, de reconciliación y de unidad para México y para el mundo.
En este contexto, es importante señalar que actualmente se está orquestando desde ciertos sectores una ideología política que pretende imponer una visión distorsionada del pasado: se nos quiere convencer de que el mundo indígena fue radicalmente sometido y aún necesita ser liberado de supuestos colonialismos ideológicos. Sin embargo, esta narrativa ignora —y a menudo deliberadamente oculta— que fue precisamente el Evangelio, en su inculturación más profunda a través del Acontecimiento Guadalupano, el que ofreció una verdadera liberación interior, espiritual y cultural a nuestros pueblos originarios. Santa María de Guadalupe no vino a destruir, sino a asumir, sanar y transformar. El mensaje guadalupano, acogido libremente por figuras como san Juan Diego, don Antonio Valeriano y millones de indígenas a partir de 1531, constituye un testimonio luminoso de reconciliación entre dos mundos. Frente a las ideologías sin fundamento, la respuesta no es la confrontación ideológica, sino la verdad histórica, el discernimiento crítico y la vivencia coherente de nuestra fe y herencia mestiza. En un próximo artículo dedicaré especial atención a la figura de Don Antonio Valeriano, uno de los más notables sabios indígenas del siglo XVI y protagonista central en la transmisión del Nican Mopohua. Profundizaré en su formación humanista en el ilustre Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, primera institución de educación superior en América destinada a los hijos de la nobleza indígena, donde recibió una sólida enseñanza en latín, retórica, filosofía y teología, además de perfeccionar el dominio del náhuatl y del español. A partir de los aportes de investigadores contemporáneos —como Miguel León-Portilla, Dra. María Castañeda y el Dr. Eduardo Chávez—, se buscará reconstruir su linaje, el entorno intelectual y espiritual que forjó a Valeriano como puente entre dos mundos: el indígena y el cristiano.
El Nican Mopohua es el documento histórico, más antiguo, en el que se relata las Apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe a San Juan Diego, ocurridas del 9 al 12 de diciembre de 1531. Es un relato escrito originalmente en lengua náhuatl y que inicia así: "Aquí se cuenta se ordena como hace poco milagrosamente se apareció la Perfecta Virgen Santa María, Madre de Dios, nuestra Reina; allá en el Tepeyac, de renombre Guadalupe". Su autor es Don Antonio Valeriano que recibió el relato de San Juan Diego.
El Nican Mopohua es el texto más antiguo sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe. El Nican Mopohua cuenta que Juan Diego fue testigo de las apariciones de la Virgen de Guadalupe en el cerro del Tepeyac. El Nican Mopohua, que significa “Aquí se narra”, es el texto más antiguo sobre la historia de las apariciones de la Virgen de Guadalupe en el Tepeyac en diciembre de 1531. Fue escrito en náhuatl, pero con caracteres latinos, de acuerdo a la fonética del idioma indígena, por Antonio Valeriano. Nican Mopohua. Aquí se narra se ordena, cómo hace poco, milagrosamente se apareció la perfecta Virgen Santa María madre de Dios, nuestra Reina, allá en el Tepeyac, de renombre Guadalupe. Primero se hizo ver de un indito, su nombre Juan Diego; y después se apareció su preciosa imagen delante del reciente obispo don fray Juan de Zumárraga. (…) Diez años después de conquistada la Ciudad de México, cuando ya estaban depuestas las flechas, los escudos, cuando por todas partes había paz en los pueblos, así como brotó, ya verdece, ya abre su corola la fe, el conocimiento de aquél por quien se vive: el verdadero Dios. En aquella sazón, el año 1531, a los pocos días del mes de Diciembre, sucedió que había un indito, un pobre hombre del pueblo. Su nombre era Juan Diego, según se dice, vecino de Cuauhtitlán, y en las cosas de Dios, en todo pertenecía a Tlatilolco. Era sábado, muy de madrugada, venía en pos de Dios y de sus mandatos, y al llegar cerca del Cerrito llamado Tepeyac ya amanecía. Oyó cantar sobre el cerrito, como el canto de muchos pájaros finos; al cesar sus voces, como que les respondía el cerro, sobremanera suaves, deleitosos, sus cantos sobrepujaban al del coyoltototl y del tzinitzcan y al de otros pájaros finos. Se detuvo a ver Juan Diego. Se dijo: ¿por ventura soy digno, soy merecedor de lo que oigo? ¿quizá nomás lo estoy soñando? ¿quizá solamente lo veo como entre sueños? ¿Dónde estoy? ¿Dónde me veo? ¿Acaso allá donde dejaron dicho los antiguos nuestros antepasados, nuestros abuelos: en la tierra de las flores, en la tierra del maíz, de nuestra carne, de nuestro sustento; acaso en la tierra celestial?
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