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Por; Jesús Hoyos Hernández//Nacional//Historia//Puebla//Biografías//
Muerte de Ignacio Zaragoza. 8 de Septiembre
de 1862
El
5 de mayo de 1862 grabó su nombre en la historia de nuestro país y cuatro meses
después —en septiembre— exhaló su último suspiro y se convirtió en leyenda. Sin
duda, la muerte del general Ignacio Zaragoza conmovió al país y fue un golpe sumarísimo para la república. Hoy quiero compartirles lo que al respecto escribió
Raúl González Lezama, investigador del INEHRM:
«Cuando
la República
se encontraba preparándose para sufrir una nueva embestida de los invasores
franceses y sus aliados mexicanos, tuvo lugar el lamentable fallecimiento del
artífice de la victoria alcanzada a las afueras de la ciudad de Puebla el 5 de
mayo de 1862. Desde aquella fecha feliz, Ignacio Zaragoza no había tenido un
momento de reposo. Infatigable recorría las posiciones de sus tropas y los
campamentos donde se atendía a los heridos y los numerosos soldados azotados
por una terrible epidemia de tifo. En El Palmar, cuando se dirigía a Acatzingo,
fue atacado por un fuerte dolor de cabeza y alta temperatura. No se preocupó,
pues atribuyó ese malestar a la lluvia que durante su viaje lo empapó varias
veces. Lejos de recuperarse, la salud del general Zaragoza se deterioró. Su
secretario y el jefe de su Estado Mayor, sospechando que había caído víctima
del tifo, determinaron trasladarlo a Puebla. El general Jesús González Ortega
recibió del enfermo el mando provisional del Ejército de Oriente. En un guayín
al que se le acondicionó un toldo, fue acomodado el general saliendo muy
temprano de Acatzingo. El viaje fue penoso, pues fuertes aguaceros retrasaron
su marcha, llegando la tarde del 4
a su destino. Al día siguiente por la noche, el dolor de
cabeza y la fiebre fueron insoportables. A las 11 de la mañana del día 6,
comenzó a ser presa de delirios que lo llevaron a imaginar que se desarrollaba
una batalla, por lo que demandó sus botas de montar y su caballo. Los médicos y
ayudantes del general debieron sujetarlo para evitar que abandonara el lecho en
su deseo de salir a dirigir sus tropas. Al verse impedido, increpó a quienes
trataban de auxiliarlo, llamándolos traidores, pues en su ofuscación se imaginó
vendido a sus enemigos. Más tarde tuvo breves instantes de lucidez y los
facultativos creyeron posible su restablecimiento. En la Ciudad de México la alarma
había comenzado a cundir desde que se tuvieron noticias de su traslado a
Puebla. La madre de Zaragoza y una de sus hermanas, salieron rumbo a Puebla
acompañadas por el doctor Juan N. Navarro, enviado por órdenes del presidente
Juárez. El día 7, el mal fue en aumento; con dificultad pudo reconocer a su
madre y a su hermana y fue víctima de nuevas alucinaciones. El doctor Navarro,
tras examinarlo, declaró con desconsuelo que no había nada que se pudiera hacer
para salvarlo. La habitación del héroe del Cinco de Mayo se llenó de jefes,
oficiales y amigos del moribundo que deseaban acompañarlo en sus últimas horas.
Al amanecer del 8 de septiembre, un nuevo ataque se llevó consigo toda
esperanza. Ignacio Zaragoza, en su mente, se creyó prisionero de los franceses.
Cuando sus ojos contemplaron a la nutrida audiencia que rodeaba su lecho
preguntó: “¿Pues qué, también tienen prisionero a mi Estado Mayor? Pobres
muchachos… ¿Por qué no los dejan libres?”. Pocos minutos después expiró.
Un
telegrama del doctor Juan N. Navarro anunció a la capital la terrible noticia:
“Son las diez y diez minutos. Acaba de morir el general Zaragoza. Voy a
proceder a inyectarlo”. Ese mismo día, Sebastián Lerdo de Tejada en la Cámara de Diputados pidió
que se declarara benemérito de la patria al extinto general, que le fuera otorgado
el grado de general de división, que se concediera un donativo de cien mil
pesos para su única hija, pero, conociendo la imposibilidad del erario para
cumplir con esa disposición, sugirió que se le asignara una pensión de tres mil
pesos anuales a la pequeña huérfana en tanto no pudiera ser cubierta. Pensiones
iguales debían de ser asignadas a la madre y hermanas del fallecido. El
ministro de Relaciones Exteriores y Gobernación, Juan Antonio de la Fuente, tuvo la ingrata
tarea de comunicar a los gobernadores de los estados de la República el trágico fin
del guerrero tejano y de comunicar el decreto del presidente Juárez en el cual
se ordenaban la ejecución de honras fúnebres en su memoria. El 13 de septiembre
fue el día fijado para la inhumación de Zaragoza. Todos los establecimientos
comerciales de la Ciudad
de México permanecieron cerrados y la mayoría de los habitantes de la capital
vestían de luto riguroso.
A
las once y media de la mañana, los niños de las escuelas abrieron el cortejo,
los seguía el comandante de la línea con sus ayudantes, tras ellos, un cuerpo
de la Guardia
Nacional móvil, dos cuerpos de Guardia Nacional sedentaria,
una batería de artillería y un escuadrón de lanceros; en seguida los caballos
de batalla del fallecido, entre los que se encontraba el utilizado durante la
batalla de Puebla, correctamente ensillado. El ataúd del general se hallaba
depositado en un carro fúnebre que en uno de sus costados llevaba una manta en
la que se leía “Cinco de Mayo”. Detrás del carro, venían los dolientes a pie,
el primero el presidente de la
República acompañado por sus ministros; tras ellos, numerosos
carruajes, todos ellos vacíos en señal de respeto. La procesión funeraria se
extendía a lo largo de muchas cuadras. Las calles por donde avanzó la procesión
lucían adornadas con cortinas blancas y lazos negros. Pocas casas dejaron de
adornar sus fachadas. Incluso la residencia del ministro de Prusia se mostraba
enlutada. En la esquina de Plateros (hoy Francisco y Madero) se levantó un arco
triunfal, en cuyo frente, escrito con hojas de laurel, se leía sencillamente
“Cinco de Mayo de 1862”,
no había necesidad de mayor explicación.
En
el Panteón de San Fernando, el cadáver fue colocado en el enorme catafalco en
cuyos costados se reprodujeron varios poemas en honor del fallecido. Los
oradores ocuparon su lugar en la tribuna; el primero en hablar fue José María
Iglesias, otros más hicieron uso de la palabra, pero sin duda, el más destacado
fue Guillermo Prieto, quien conmovió hasta las lágrimas a los presentes. A las
tres de la tarde la ceremonia había concluido. Francisco Zarco resumía el
sentimiento de la mayoría de los mexicanos: “Inmensa, dolorosamente, tal vez
irreparable es la pérdida que acaba de sufrir la República. Zaragoza
era su gloria, su tesoro, y era también su esperanza”. Y profetizó “Su nombre
no perecerá jamás, será transmitido a las más remotas generaciones, y figurará
al lado de los de Hidalgo y de los padres de nuestra independencia”
Fuente:
De la red; “Muerte
de Ignacio Zaragoza”
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Autor; Jesús Hoyos Hernández
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Muerte de Ignacio Zaragoza. 8 de Septiembre de 1862
El 5 de mayo de 1862 grabó su nombre en la historia de nuestro país y cuatro meses después —en septiembre— exhaló su último suspiro y se convirtió en leyenda. Sin duda, la muerte del general Ignacio Zaragoza conmovió al país y fue un golpe sumarísimo para la república. Hoy quiero compartirles lo que al respecto escribió Raúl González Lezama, investigador del INEHRM:
«Cuando la República se encontraba preparándose para sufrir una nueva embestida de los invasores franceses y sus aliados mexicanos, tuvo lugar el lamentable fallecimiento del artífice de la victoria alcanzada a las afueras de la ciudad de Puebla el 5 de mayo de 1862. Desde aquella fecha feliz, Ignacio Zaragoza no había tenido un momento de reposo. Infatigable recorría las posiciones de sus tropas y los campamentos donde se atendía a los heridos y los numerosos soldados azotados por una terrible epidemia de tifo. En El Palmar, cuando se dirigía a Acatzingo, fue atacado por un fuerte dolor de cabeza y alta temperatura. No se preocupó, pues atribuyó ese malestar a la lluvia que durante su viaje lo empapó varias veces. Lejos de recuperarse, la salud del general Zaragoza se deterioró. Su secretario y el jefe de su Estado Mayor, sospechando que había caído víctima del tifo, determinaron trasladarlo a Puebla. El general Jesús González Ortega recibió del enfermo el mando provisional del Ejército de Oriente. En un guayín al que se le acondicionó un toldo, fue acomodado el general saliendo muy temprano de Acatzingo. El viaje fue penoso, pues fuertes aguaceros retrasaron su marcha, llegando la tarde del 4 a su destino. Al día siguiente por la noche, el dolor de cabeza y la fiebre fueron insoportables. A las 11 de la mañana del día 6, comenzó a ser presa de delirios que lo llevaron a imaginar que se desarrollaba una batalla, por lo que demandó sus botas de montar y su caballo. Los médicos y ayudantes del general debieron sujetarlo para evitar que abandonara el lecho en su deseo de salir a dirigir sus tropas. Al verse impedido, increpó a quienes trataban de auxiliarlo, llamándolos traidores, pues en su ofuscación se imaginó vendido a sus enemigos. Más tarde tuvo breves instantes de lucidez y los facultativos creyeron posible su restablecimiento. En la Ciudad de México la alarma había comenzado a cundir desde que se tuvieron noticias de su traslado a Puebla. La madre de Zaragoza y una de sus hermanas, salieron rumbo a Puebla acompañadas por el doctor Juan N. Navarro, enviado por órdenes del presidente Juárez. El día 7, el mal fue en aumento; con dificultad pudo reconocer a su madre y a su hermana y fue víctima de nuevas alucinaciones. El doctor Navarro, tras examinarlo, declaró con desconsuelo que no había nada que se pudiera hacer para salvarlo. La habitación del héroe del Cinco de Mayo se llenó de jefes, oficiales y amigos del moribundo que deseaban acompañarlo en sus últimas horas. Al amanecer del 8 de septiembre, un nuevo ataque se llevó consigo toda esperanza. Ignacio Zaragoza, en su mente, se creyó prisionero de los franceses. Cuando sus ojos contemplaron a la nutrida audiencia que rodeaba su lecho preguntó: “¿Pues qué, también tienen prisionero a mi Estado Mayor? Pobres muchachos… ¿Por qué no los dejan libres?”. Pocos minutos después expiró.
Un telegrama del doctor Juan N. Navarro anunció a la capital la terrible noticia: “Son las diez y diez minutos. Acaba de morir el general Zaragoza. Voy a proceder a inyectarlo”. Ese mismo día, Sebastián Lerdo de Tejada en la Cámara de Diputados pidió que se declarara benemérito de la patria al extinto general, que le fuera otorgado el grado de general de división, que se concediera un donativo de cien mil pesos para su única hija, pero, conociendo la imposibilidad del erario para cumplir con esa disposición, sugirió que se le asignara una pensión de tres mil pesos anuales a la pequeña huérfana en tanto no pudiera ser cubierta. Pensiones iguales debían de ser asignadas a la madre y hermanas del fallecido. El ministro de Relaciones Exteriores y Gobernación, Juan Antonio de la Fuente, tuvo la ingrata tarea de comunicar a los gobernadores de los estados de la República el trágico fin del guerrero tejano y de comunicar el decreto del presidente Juárez en el cual se ordenaban la ejecución de honras fúnebres en su memoria. El 13 de septiembre fue el día fijado para la inhumación de Zaragoza. Todos los establecimientos comerciales de la Ciudad de México permanecieron cerrados y la mayoría de los habitantes de la capital vestían de luto riguroso.
A las once y media de la mañana, los niños de las escuelas abrieron el cortejo, los seguía el comandante de la línea con sus ayudantes, tras ellos, un cuerpo de la Guardia Nacional móvil, dos cuerpos de Guardia Nacional sedentaria, una batería de artillería y un escuadrón de lanceros; en seguida los caballos de batalla del fallecido, entre los que se encontraba el utilizado durante la batalla de Puebla, correctamente ensillado. El ataúd del general se hallaba depositado en un carro fúnebre que en uno de sus costados llevaba una manta en la que se leía “Cinco de Mayo”. Detrás del carro, venían los dolientes a pie, el primero el presidente de la República acompañado por sus ministros; tras ellos, numerosos carruajes, todos ellos vacíos en señal de respeto. La procesión funeraria se extendía a lo largo de muchas cuadras. Las calles por donde avanzó la procesión lucían adornadas con cortinas blancas y lazos negros. Pocas casas dejaron de adornar sus fachadas. Incluso la residencia del ministro de Prusia se mostraba enlutada. En la esquina de Plateros (hoy Francisco y Madero) se levantó un arco triunfal, en cuyo frente, escrito con hojas de laurel, se leía sencillamente “Cinco de Mayo de 1862”, no había necesidad de mayor explicación.
En el Panteón de San Fernando, el cadáver fue colocado en el enorme catafalco en cuyos costados se reprodujeron varios poemas en honor del fallecido. Los oradores ocuparon su lugar en la tribuna; el primero en hablar fue José María Iglesias, otros más hicieron uso de la palabra, pero sin duda, el más destacado fue Guillermo Prieto, quien conmovió hasta las lágrimas a los presentes. A las tres de la tarde la ceremonia había concluido. Francisco Zarco resumía el sentimiento de la mayoría de los mexicanos: “Inmensa, dolorosamente, tal vez irreparable es la pérdida que acaba de sufrir la República. Zaragoza era su gloria, su tesoro, y era también su esperanza”. Y profetizó “Su nombre no perecerá jamás, será transmitido a las más remotas generaciones, y figurará al lado de los de Hidalgo y de los padres de nuestra independencia”
Fuente: De la red; “Muerte de Ignacio Zaragoza”
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